El Comité Federal del PSOE aprobó ayer la abstención a la investidura de Mariano Rajoy, facilitando un nuevo gobierno del Partido Popular. Por un lado, los socialistas desbloqueaban la parálisis institucional. Por otro, se dividían en dos bloques, cuya escisión, aparentemente, no se va a coser, por usar el verbo de moda, fácilmente.

Con este desenlace, el PSOE acaba aceptando las directrices que desde el cómputo de las primeras elecciones, en el pasado mes de diciembre, aconsejaron adoptar Felipe González, José Luis Rodríguez Zapatero y Alfonso Guerra, entre otros notables.

Ya entonces, por activa y por pasiva, oralmente, por escrito, y hasta por triplicado, los barones emplearon su influencia para que Pedro Sánchez aceptase el cómputo de los votos, su derrota, y pasara a la oposición. El joven líder no acató tales directrices, se enfrentó a los padres fundadores, y a su padre político, que no era otro que Felipe González, se presentó a una investidura más que incierta y resistió nuevas presiones hasta la fecha de su destitución.

Al principio, su filosofía era la misma que la de la vieja escuela, aposentada sobre las venerables y democráticas piedras de la Transición. Pedro Sánchez fue discípulo del socrático Felipe, el pensador que nunca escribió, y del aristotélico Guerra, persuadido de que la filosofía del partido explicaba el mundo que le rodeaba y contribuía a mejorarlo. En su canónico respeto, Sánchez siguió incluso a Zapatustra en su deriva romántica, cuando aquel joven Zapatero, que tanto se le parecía, escoró el barco y el pensamiento a la izquierda, soñando con un país más igualitario, donde sólo había hombres, como en la cubierta del Granma, donde sólo había sueños, como en las canciones de Víctor Jara, donde sólo había ministras, y los números, si no cuadraban, allá Solbes, allá Merkel, allá películas.

Pero después, en el fragor de la política, la filosofía de Pedro se hizo arma, doctrina popular y quiso sacudir las herrumbrosas cadenas que los fantasmas de Ferraz arrastraban por el desván de las ideas. Quiso reinar, transformar, sin darse cuenta que sus discípulos no eran suficientes, que de profeta sólo tenía el nombre, que las sectas lo vendieron y la antigua religión (así hablaba Javier Fernández), iba a crucificarlo. Descanse en paz hasta el próximo Comité. Si era un dios, que resucite.