La aprobación del anteproyecto de ley de Transparencia Pública y Participación Ciudadana de Aragón ha coincidido con una semana de crónica judicial intensa y de feos nubarrones sobre la gestión política. La sucesión de noticias respecto de la nueva denuncia de Plaza contra su exgerente, del juicio al exconcejal socialista zaragozano Antonio Becerril por cohecho, tráfico de influencias y negociaciones prohibidas, de la denuncia ante Fiscalía de la Agencia Tributaria contra el Real Zaragoza por fraude fiscal, del debate parlamentario para la creación de una comisión de investigación de Caja Inmaculada o del pleno de apoyo al alcalde de Mallén condenado por prevaricación otorgan total sentido de oportunidad a la presentación del documento. En muchos de estos casos, una administración más diáfana hubiera impedido la comisión de las tropelías que hoy se denuncian, se juzgan o se investigan.

El texto de la Diputación General de Aragón es ambicioso y recoge conceptos innovadores, como el de gobierno abierto, el de administración relacional o el de gestión pública participativa, con los que la legislación autonómica se adapta a las directrices europeas y a la ley nacional de diciembre de 2013, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno. Una ciudadanía escandalizada por excesos anteriores espera no solo la depuración de responsabilidades pretéritas, sino medidas estructurales que prevengan arbitrariedades, reduzcan la opacidad y aumenten la percepción de legitimidad de los procesos públicos.

De este modo, la ley aragonesa merece un aprobado inicial, pendiente de que se convierta en algo más que un catálogo de propuestas bienintencionadas. En sus 53 artículos, la ley somete a las obligaciones de transparencia no solo a las distintas administraciones, sino a los prestadores de servicios públicos, a las entidades creadas para satisfacer necesidades de interés general y a los privados que ejerzan funciones administrativas. También exige su observancia a los partidos, sindicatos y organizaciones empresariales que se financien con fondos públicos. Y respecto de los derechos de acceso y reclamación de los gobernados, prevé por primera vez el silencio estimatorio, entre otras garantías para los solicitantes de información, como explicó el consejero responsable de la misma, Roberto Bermúdez de Castro.

La gran aspiración de la ley hace que los resultados no puedan esperarse al día siguiente de su aprobación, una vez aprobada por el parlamento. Muchos de los mecanismos más novedosos del texto, como la creación de un Consejo y un Portal de Transparencia de Aragón y de un Registro de Participación Ciudadana, necesitarán un tiempo para ponerse en marcha. Del mismo modo que la ley ya estipula un plazo de un año desde la entrada en vigor de la misma para que las entidades incluidas en su ámbito de aplicación adopten las medidas necesarias. Es decir, como pronto, los verdaderos efectos de esta ley no se verán hasta la siguiente legislatura y comprometerán al gobierno y las corporaciones locales y provinciales surgidas de las urnas dentro de un año.

Ahora bien, para quebrar la desconfianza antes referida hace falta algo más que una ley a modo de declaración de voluntades. El contrato social no solo se sustenta en la existencia de un marco legal más o menos permeable a la participación ciudadana y garantizador de la transparencia. Son imprescindibles también unas normas morales comúnmente aceptadas por los ciudadanos y cuidadosamente respetadas por quienes ostentan el poder público, en un momento complejo en el que se reclama de los políticos virtudes cívicas como la ejemplaridad y la honestidad por encima de reformismos voluntaristas. Basta con escuchar estos días las reacciones unánimes de respeto a la figura de Adolfo Suárez, un político capaz de acometer reformas delicadísimas en una contexto social, económica y político de gran complejidad que ha pasado a la historia no solo por su decisiva obra, sino por su intachable comportamiento como servidor público honesto, discreto, riguroso y valiente.

Así, puede decirse que bienvenida sea la ley de transparencia y participación aragonesa, pero no olvidemos que por encima de ella, o por lo menos a la par, se encuentra la voluntad de los políticos de cumplir con el espíritu de la misma. Solo hay que ver la situación actual. Con el marco normativo vigente ha habido instituciones transparentes y otras opacos, unas participativas y otras impermeables al ciudadano. Es hora no solo de generar nueva burocracia sino de reclamar la máxima autoexigencia ética a funcionarios y cargos políticos de la administración, acompañada de una apertura real de las instituciones a la sociedad que quiere participar en la toma de decisiones y precisa elementos de juicio para hacerlo. Solo así podrá confiarse en que una ley interesante como la que ahora viaja a las Cortes será cumplida con la rigurosidad y la espontaneidad suficientes para garantizar su éxito.