El domingo acabó todo. Quizá el trabajo se alargue unos días. Apenas ha dormido. Lleva tres semanas echando cabezadas cuando puede. Las dos últimas han sido de locura. Se acaba de duchar. La primera de las muchas duchas del día. Aunque las otras serán más rápidas. A veces, un simple enjuague. Con agua bien fría, para tratar de aliviar la irritación. Aún desnuda, sentada sobre la cama, en el único instante de calma de todo el día, ha abierto el tarro de café donde guarda el dinero. Lo cuenta y lo vuelve a contar. No quiere pensar en cómo lo ha conseguido ni en los moratones que tiñen su piel ni en el dolor que ya se extiende por todo su cuerpo. Tampoco en el miedo. Ni en el asco. Todo eso pasará. Tiene que pasar. Del mismo modo que espera que pase la miseria. Por eso ha venido. Por eso se ha vendido. Los fastos olímpicos han acabado. Podios y medallas. Estallidos de felicidad y sollozos de abatimiento. Triunfo y fracaso. Días de sueños de atletas, de emoción de los espectadores, de imágenes vibrantes y, también, de prostitución. Un ejército de cuerpos al servicio de las voluntades ajenas. Extensos campos de batalla librados en la piel. Solo el sórdido recuento de ganancias y el esfuerzo por olvidar. Algunas de las mujeres que se pasean por Río hace años que practican la prostitución. Otras han acudido a la cita olímpica atraídas por la posibilidad de conseguir con su cuerpo lo que la vida les niega. Estudios, comida para los hijos, la entrada de un negocio... Un paréntesis que esperan poder olvidar. Contiene una arcada. Escritora