Si el sábado fui al Principal, donde Charo López-Celestina relataba la vida entera de aquella famosa alcahueta (sí, la de Calixto y Melibea), el domingo por la mañana pasé por La Aljafería, a ver la exposición sobre Fernando II. Así viajé a las Españas de finales del siglo XV, época repleta de sucesos que hoy tenemos por legendarios, y de la que muchos personajes actuales sacan partido político sin el más mínimo reparo. Es, como me temía, lo que se ha hecho con el Rey Católico, a quien se evoca en una muestra de enorme coste, desigual en su contenido artístico y contextualizada con equívocos paneles y cartelas. Al glosar su figura en base a las alabanzas que vertieron sobre él cronistas a sueldo y beneficiados, se dejan fuera de la fotografía demasiadas cosas y se mete otras que son puro presentismo. La única iniciativa cultural acometida en cuatro años por este Gobierno de Aragón huele... a PP.

Fernando y Celestina fueron coetáneos. El uno nació y vivió en palacio; la otra, en el arroyo. El Tribunal del Santo Oficio que aquel instauró para consolidar su poder persiguió a ésta por bruja. Él vio casi cumplidos sus sueños de gloria; ella acabó, probablemente, en la hoguera. Así era y así es la distancia que separa a los poderosos de la gente del común. Y sin embargo... podríamos imaginar que un día, en Salamanca, el Rey (que era tan católico como putero) se tropezó con la joven Celestina (que ya ejercía de moza fácil). Pasó lo habitual en tales casos, y luego el placer dio paso a la nigromancia. La hechicera auguró al monarca sus éxitos y fracasos por venir, le anunció que sus descendientes nunca dominarían el mundo y que el último de ellos (Carlos II, El Hechizado) moriría imbécil y sin descendencia, dejando a las Españas sumidas en la más negra decadencia. Quizás le vaticinase futuros honores, como esta exposición de ahora, tan hagiográfica. Mas si le adelantó que tan exaltador homenaje sería inaugurado por un Rey no ya Aragón ni Trastamara ni siquiera Austria, sino Borbón y de ancestros franceses, cabe suponer que al Gran Señor no le haría ninguna gracia. Qué retorcida es la Historia.