Se ha dicho que el gran valor del PP, en tiempos de Fraga, fue integrar a las extremas derechas. Quizá entonces fue así, porque acalló voces retrógradas y aumentó muchos efectivos; pero hoy parece haberse dado un vuelco y es la extrema derecha la que parece liderar la anterior mayoría conservadora, de centroderecha, y además de feroces enfrentamientos personalistas internos casi imposibles de disimular, aflora un fascismo residual, más agresivo que nunca, al que se pliegan muchas personas moderadas, deglutidos aquellos "talantes europeos".

Actúan al unísono (muchos, abrumados por el papelón, pero incapaces de frenar la deriva) oponiéndose a la menor censura al régimen de Franco, a cambio de nombres de calles y otras instituciones, a estudios e indagaciones sobre la memoria histórica, a la busca de restos de personas fusiladas por los sublevados para darles tierra y paz. Y son esas voces (gritos a veces, órdenes) las que predominan en un partido que congregó demócrata cristianos, gentes de Suárez, y otras muchas personas y grupos que hacían gala de elegancia, estilo, buenos modos. Hoy se han transformado para conducir la crisis, llevándola manu militari (aunque afortunadamente no por el Ejército) contra viento y marea.

Cuando Churchill anunció a los ingleses que les esperaban años de "sangre, sudor y lágrimas", lo estaba haciendo en el fragor de la más terrible guerra, la segunda mundial, y animando a vencer al horror nazi. Era una emergencia extrema, y el pueblo lo comprendió porque sus dirigentes eran demócratas en primera línea y lo supieron explicar con respeto a sus electores. No es nuestro caso. Esta gran crisis, debida a la mala gestión hacendística y financiera, a la canallesca inversión bancaria conducida hacia falsos fondos, a la venta hipotecaria desorbitada en la burbuja del ladrillo, y, a una Europa sin horizonte común financiero, político, social, está sirviendo a sus gestores para un vuelco radical en el modelo de Estado: de la tibia socialdemocracia al capitalismo más duro.

El Gobierno busca a la desesperada sanear sus deudas por depredación en los sectores públicos, privatizaciones (la distinción entre propiedad y gestión es taimadamente escolástica), reducciones en salud, educación, investigación, atenciones personales, pensiones, etc. Pero indultando a grandes evasores fiscales y malos gestores financieros, y presionando en las clases medias y bajas en vez de sobre las grandes fortunas. Y no cumpliendo casi ninguna de sus grandes promesas.

Lo hace expeditivamente, con prisas y malos modos, como movido por un enorme odio a cuanto ese estado de bienestar alcanzó, como si ello hubiera sido un culpable error. Y sin dar más explicaciones que la de que todo viene impuesto por un pasado erróneo (o fraudulento, aunque sobre eso pasan sobre ascuas casi siempre), un presente bajo el diktat germanoeuropeo, y un futuro muy difícil e impredecible. Sin compasión, que parecería signo de debilidad y duda.

La mayor justificación, además de la necesidad urgida, la basa el Gobierno en los votos recibidos, mayoría absoluta, que parecen darle carta blanca para desoír la Constitución, diversas instancias judiciales independientes, protestas numerosísimas y persistentes. Su sordera política es muy grave, porque el grado de alarma social sigue creciendo, y como salvo Cataluña los demás no se manifiestan por ahora separatistas (de "Madrid", del Estado central, del Gobierno), ni siquiera hay la mano tendida hacia una "colaboración total", como ahora ofrecen cuando la campaña electoral catalana cesó y se anuncian pasos muy preocupantes.

Uno es demócrata, y acata aunque consternado, la tendencia electoral mayoritaria española. Pero los votos no eran cheques en blanco para todo tipo de medidas, y aún menos para este modo de gobernar. Tras las últimas elecciones generales, se reconoció que muchos votos al PP provenían de votantes cansados de los errores del PSOE, de anteriores abstenciones, de deseo de cambio y de salir de tan abrumadora situación económica. Ello parece ha ido cambiando, pero no hace reaccionar a los socialistas que, metiendo la cabeza bajo el ala, no están ofreciendo iniciativas, programa, dirigentes.

La situación es gravísima por los millones de personas que van ingresando en la indigencia; solo se logran parar los desahucios por miedo a los suicidios, y este callejón sin salida podría convertirse en un estallido colectivo. Dejar displicentemente que se pudra todo, --que ya escampará este temporal--, me parece una tremenda irresponsabilidad. En otros países, en otros momentos, todo el mundo habría clamado por un gobierno de coalición, pero ni los populares quieren compartir problemas y actitudes (que creen y esperan darán logros y glorias) con sus odiados socialistas, ni estos, en la cumbre de la inopia, serían capaces de ofrecer su apoyo, moralmente obligado. Yo creo poco en un levantamiento popular imparable, bien organizado, con líderes carismáticos y eficientes, pero no puedo menos de recordar que la mañana en que estalló la Revolución Francesa, el monarca luego guillotinado por ella, escribía en su diario que era un día muy aburrido, como tantos otros...

Catedrático emérito de la Universidad de Zaragoza