La Gioconda es un permanente misterio histórico y un misterio muy atractivo, porque Da Vinci, su autor, es (siempre en presente) un personaje inabarcable, dada la multitud de altos oficios que dominó en terrenos tan alejados entre sí, como el arte y la ingeniería; supo hasta de aeronáutica en un tiempo anterior en siglos (1452-1519 fueron el alfa y omega de su vida) al de los albores de la aviación. No fue responsable, desde luego, de El Código Da Vinci.

El domingo 20 de agosto de 1911, tres italianos, Vicenzo Perugia y los hermanos Lancelotti, entraron en el Louvre como simples turistas y se escondieron subrepticiamente, en la habitación donde los copistas guardaban sus útiles hasta el martes siguiente porque, los fines de semana por la mayor afluencia de visitantes y el lunes por descanso del personal, el museo les estaba vedado. Allí se escondieron para pasar la noche.

El lunes, revestidos de batas blancas y simulando formar una cuadrilla más de las de conservación del museo, se incorporaron a los trabajos de limpieza y algo aliados con la suerte, consiguieron descolgar la Mona Lisa y alcanzar la salida por una puerta secundaria que daba a la calle, ocasionalmente desprotegida; cerca, les aguardaba un automóvil cuyo conductor estaba en el ajo; todos los partícipes fueron bien remunerados.

Tras constatar que Mona Lisa ya estaba fuera del Louvre y admirarla un instante, el inspirador del audaz robo y al que solo conocía Perugia y eso, muy superficialmente, explicó a este cómo debía guardar tan rico botín, le anunció que se iba de viaje y que esperase hasta que recibiera noticias suyas. Se trataba de un sedicente marqués argentino, experto en falsificaciones de arte. La parte más destacada del hecho fue el ingenio del marqués de Valfierno. y la extraordinaria pericia del falsificador Chaudron que, por encargo de aquel, hizo antes del robo, nada menos que seis copias extraordinarias de La Gioconda. Hasta el miércoles 23 de agosto no publicó la prensa la noticia de la sustracción, cuando el agudo marqués ya navegaba camino de USA. Allí le esperaban las seis copias que fueron vendidas creyendo cada uno de los respectivos adquirentes, que verdaderamente, recibían la pieza robada del Louvre y parece que cada uno de ellos, coleccionistas con posibles, abonó un precio astronómico (1.800.000 dólares de entonces) y por la cuenta que les traía, guardaron silencio, incluso cuando se supieron defraudados. El verdadero da vinci seguía guardado por Perugia en su buhardilla de París y como el marqués, pese a sus promesas, no volvió a dar señales de vida, Perugia que nunca llegó a saber el intríngulis de la estafa, decidió llevarse el cuadro a Florencia esperando recibir honores de patriota por haberlo recuperado para Italia; pero fue detenido y condenado, eso sí, levemente porque los jueces debieron tenerle lástima. El marqués no volvió que se sepa, a falsificar ni a vender antigüedades; desapareció y murió en Marruecos, tras darse la gran vida y confiar a un amigo periodista, la verdadera historia de la sustracción de La Gioconda; muerto el marqués, el periodista hizo con ella un libro.

Esta clase de historias, por decepcionante que resulte aceptarlo, son el resultado de la condición humana y tampoco debemos ignorar cuanto tienen de significativo; las buenas falsificaciones de arte no siempre son repudiables.

Parece que del mismo taller de Da Vinci, salieron otras dos Giocondas firmadas por discípulos aventajados del gran maestro y hoy no bajan de la decena de Giocondas; algunas están en museos acreditados que sostienen que sus respectivas Mona Lisas son de Leonardo, de otras, se sospecha que fueran las encargadas por el marqués, ¡quién lo sabe!

A diferencia de esas admirables falsificaciones artísticas, las políticas nunca podrían tener ni merecer estima alguna; son burdos engaños históricos como el de Wifredo trazando las barras de Aragón mientras se moría, o palabras dadas y jamás cumplidas, solo pertenecientes al arte de engañar.

La vida política está llena de falsificaciones que desdicen tantas veces, la dignidad de los que las emplean, sin valor ni gracia algunas. Las pinceladas del falsificador de cuadros, son auténticas y en tal sentido, al menos, honorables; las políticas solo son fraudes de parte aunque sin arte.