El capitalismo de consumo en el que vivimos se halla instalado en una lógica perversa que implica su propia autodestrucción. Desde que la producción fordista, allá por los principios del siglo XX, estableció el trabajo en cadena y planteó la incorporación de la clase obrera a las dinámicas de consumo masivo --el objetivo de Ford era que sus trabajadores pudieran devolverle el salario en forma de consumo en sus cooperativas o de la compra de los vehículos que previamente habían producido--, todos los esfuerzos del capital se han aplicado al desarrollo del consumo. En la etapa propiamente fordista, el consumo se incentiva con unos productos relativamente baratos, gracias a la producción en cadena, y con la elevación de los salarios. Sin embargo, en la actualidad, en la etapa posfordista, la incentivación del consumo se realiza a través del progresivo y acentuado abaratamiento de las mercancías, lo que se consigue trasladando la producción a países periféricos donde la mano de obra es mucho más barata. Es lo que se conoce como deslocalización. Productos muy baratos, producidos con costes irrisorios, inundan los mercados occidentales, de modo que los consumidores, aun sin contar con grandes recursos económicos, pueden aplicarse al consumo, que se convierte en la forma de ocio más extendida. Este planteamiento obligaba, evidentemente, a una dualidad, en la que una periferia empobrecida malvivía para favorecer la orgía de consumo de Occidente y de las élites de la periferia. Los posibles efectos perversos de esta dinámica eran fácilmente detectables, a poco que se intentara desentrañar la lógica del sistema: si las sociedades occidentales iban perdiendo progresivamente su tejido productivo como consecuencia de la deslocalización y, consecuentemente, aumentaban las tasas de paro, difícilmente podría mantenerse la dinámica de consumo.

Y en eso, llegó la crisis. Una crisis, nos lo dijo Zapatero, que tenía una salida: el consumo. Se trataba de consumir, de consumir, para reactivar la economía. Pero la capacidad de consumo de unas sociedades que comenzaban a empobrecerse menguaba a pasos agigantados. España, Portugal, Grecia, comenzaban a dejar de ser, en el diseño del sistema, lugares de consumo. Pero quizá vuelvan a convertirse en lugares de producción, aunque en condiciones muy diferentes a las que estábamos acostumbrados.

DE UN TIEMPO a esta parte, el mensaje se viene repitiendo con una insistencia preocupante: lo importante es trabajar, aunque sea cobrando menos, o muchos menos. Lo dijo hace ya un tiempo el carcelario Díaz Ferrán, patrón de patrones, lo repitió hace nada el presidente del Banco de España. Si de lo que se trata es, como desearían los prohombres de la CEOE, de cobrar menos del salario mínimo, es evidente que no habrá capacidad de consumo, sino exclusivamente de supervivencia. Pero es que de lo que se trata es de recuperar la producción perdida, por la deslocalización, compitiendo con los salarios de los países periféricos. Es la jugada maestra del capitalismo: la deslocalización de la deslocalización, la vuelta a casa por Navidad de los sectores productivos que habían emigrado en busca de salarios de miseria, porque esos salarios, gracias a Guindos, ya los tenemos en casa.

¿Se imaginan ustedes lo que será la deslocalización de la deslocalización de la deslocalización? Es decir, el momento en el que el sistema vuelva a dar una nueva vuelta de tuerca y a presionar a la baja. Porque esa es la lógica del consumo. Cada vez más barato. Me recuerda a lo que hacían los jóvenes de un pueblo que frecuentaba hace años. Como trabajaban en una ciudad cercana, se trataba de volver cada día con el coche en menos tiempo, es decir, más rápido. Cada vez menos, cada vez menos... hasta que un día uno no llegó. Esa es la lógica del sistema: cada vez más barato, hasta que no haya quien pueda comprarlo.

Vivimos un sistema desquiciado, marcadamente desigual e injusto. Un sistema de una profunda irracionalidad que, probablemente, si partiéramos de cero, a nadie, en el peor de sus delirios, se le ocurriría diseñar. Y, por si esto fuera poco, nos lleva a la ruina. No se trata de parchearlo. Se trata de imaginar alternativas, de construir un sistema a escala de las necesidades humanas, no al servicio del frío cálculo del capital y sus inmorales gestores.