No hace mucho estuve en la isla escocesa de Skye, y tuve la sensación de haber llegado al fin del mundo. Más al norte el mapa nos decía que seguía habiendo más tierra, islas, como el archipiélago de Las Hébridas, pero aquella costa hermosa y abrupta y aquella luz tan pura como si acabara de nacer anunciaban ya la inminencia del reino de los hielos, algo así como el final, o el umbral entre el mundo conocido y el desconocido.

Al haber admirado aquellos remotos parajes, sus profundas aguas azul oscuro, sus verdes peñascos brotando del mar, las extrañas playas de arenas húmedas y aguas heladas he leído con mayor fruición El círculo de agua clara (Editorial Hoja de Lata) de Gavin Maxwell, un naturalista británico con un particular don para la narración que llegó a Skye poco después de la II Guerra Mundial. Allí, tras una primera toma de contacto con una factoría dedicada a la captura del tiburón blanco, se lanzó a estudiar las especies de la zona. Para ello se mudó a Las Hébridas y se instaló en una casita de Sandaig.

Comenzó estudiando los gatos salvajes, una variante del lince que habitaba en la zona desde tiempos inmemoriales, de tal ferocidad que cuando sus machos se apareaban con gatas domésticas regresaban a los pocos momentos del parto para destrozar a sus cachorros, avergonzados de haberlos tenido con la representante de una raza impura. Continuando por las focas, algunos de cuyos ejemplares pueden llegar a pesar como un rinoceronte; y prosiguiendo con las nutrias, entre las cuales Maxwell llegaría a distinguir y estudiar una nueva especie. Sin olvidar, por parte de este lúcido naturalista, el estudio de la especie humana, los escasos bípedos que vivían cerca de su casa de Camusféarna, sobreviviendo en aquellos inhóspitos horizontes con la pesca o el pequeño comercio. Aventureros, buhoneros, solitarios, excéntricos escoceses de pura cepa convivieron con Maxwell en el tiempo detenido de una naturaleza hegemónica y de una soledad ancestral.

El círculo de agua clara, un clásico del género que llegaría a vender 2 millones de ejemplares, asombra por su lucidez, por una prosa que el traductor, Manuel de la Escalera, ha sabido exquisitamente trasladar al castellano y que nos devuelve el eco de un Thoreau, de un Whitman, de un Rousseau. La editora de Hoja de Lata, Laura Sandoval, ha lanzado el volumen como el libro del verano. No exagera.