Hay dos temas intocables en este país: la Inmaculada Concepción y la Constitución española. Ahí andamos: entre un puente que se estira como un chiclé, nada favorable para nuestra decrépita economía —por mucho que Rajoy defienda la hostelería como principal fuente de riqueza de España—, y la virginidad de la madre de Jesús, que como dice la leyenda urbana católica concibió a su hijo sin conocer varón y por obra y gracia del espíritu santo. Un milagro que celebramos todos los años en un país constitucionalmente laico. Paradojas del calendario y de la Conferencia Episcopal, con mando en plaza desde siempre. Ambas fechas construyen un puente muy celebrado en el imaginario colectivo de un país en el que el paro sigue sangrando a la gente y donde los católicos se largan mayoritariamente de las grandes ciudades, sin pisar una iglesia, encargando paellas familiares para disfrutar de cinco días de fiesta.

La Constitución de 1978 permanece inalterable, celebrada, aplaudida y re-conocida como un conjunto de normas de convivencia que cerró muchas de las heridas del franquismo. Solo que han pasado 39 años y necesita algunos cambios; fundamentalmente, porque todo envejece y la sociedad lo pide. Renovarse o morir, es el lema de la adaptación a los tiempos que corren. Los cambios en la Carta Magna que facilitó la Transición española lo piden con insistencia partidos políticos diferentes y en su mayoría progresistas como Podemos, PSOE, IU y los nacionalis-tas.

Aferrarse al pasado como ejemplo de vida no siempre resulta convincente. Siempre me han parecido tremendamente aburridas esas personas que en una conversación entre varios terminan contando ineludiblemente sus historias de ju-ventud, y se repiten una y otra vez como discos rayados. Suelen ser individuos a los que les cuesta escuchar al otro y prefieren oírse sin desfallecer hasta lograr el hartazgo colectivo del resto de los contertulios.

Hay tantas injusticias que corregir, desigualdades territoriales, instituciones que no sirven ya para nada (el Senado, sin ir más lejos), canongias vitalicias para los padres de la patria, indultos caprichosos, aforamientos para seguir delinquiendo con permiso de la Constitución. El miedo a los cambios necesarios y reclamados por la mayoría de la sociedad es uno de los peores síntomas de envejecimiento de un país, de inmovilismo para continuar con el sistema establecido a costa de todos.

Hay que reformar y hablar de La Corona, del sistema electoral, del cambio del modelo autonómico, entre otros asuntos urgentes que no pueden esperar más tiempo. España se está convirtiendo en un país viejo y timorato resguardándose en la intocable Constitución. Hay que mirar al exterior y saber que Austria ha reformado 80 veces su Constitución, 60 veces Alemania, también Francia e Italia lo han hecho sin miedo. Al final, en este largo puente lo que se celebra es la Inmaculada Constitución, tan virginal que no hay manera de meterle mano.

*Periodista