Para algunas cosas soy una antigua, según los parámetros de hoy en día. Por ejemplo, sigo disfrutando muchísimo de los diarios de papel, insistiendo en llevarme un mapa cuando voy a una ciudad extranjera e imprimiendo las fotos que significan algo para mí. Incluso les pongo marco, como mi madre. Lo cuento porque hace días discutía con gente más joven que yo sobre los coches autónomos, esos que se conducen solos. Que sí, que le veo las ventajas. Pero nunca terminé de ver claro que una inteligencia artificial fuera capaz de prever la única variable que no se puede encajar en un algoritmo: la imprevisibilidad del ser humano. Las máquinas lo reducen todo a números, y los gurús de lo moderno insisten en que son infalibles para detectar cosas sobre nosotros y nuestros gustos. Pero les voy a contar lo que me pasó el otro día. Estaba consultando en internet una información sobre la exposición de Austchwitz que se exhibe en Madrid (magnífica, se la recomiendo) y de pronto me saltó un anuncio publicitario sobre hornos de leña. Matemáticamente, tiene sentido, desde luego. Pero en fin. El otro día murió una mujer atropellada por un coche autónomo en Arizona. Cruzó por donde no debía. ¿Qué algoritmo puede prever que te distraigas porque es primavera y cruces sin pensar? Ninguno. Creo que hay quien no acaba de entender que lo que hace al ser humano irrepetible es su capacidad de pensar… y de no hacerlo en absoluto. Eso, cometer estupideces, ser espontáneo, equivocarse, es algo que una máquina no sabe hacer y, por lo tanto, jamás será capaz de imitar. H *Periodista