Todos los que subieron al pódium de los Campos Elíseos estaban felices de pisar ese escenario espectacular que monta la organización del Tour. Tenían razones para ello. Sin embargo los aficionados al ciclismo y la propia organización esperaban algo más de este Tour concebido en su columna vertebral para el triunfo inapelable de un escalador, sin apenas contrarreloj --el prólogo y una por equipos antes del primer descanso-- y con una dosis de caballo de montaña.

Que haya ganado Froome, el menos escalador de los aspirantes, cuando menos mueve a la reflexión de los clasificados en el top ten de la carrera sobre sus posibilidades perdidas. La defensa de su sorprendente renta que ha venido gestionando el británico desde la Pierre de Saint Martin durante quince durísimas etapas, la mayor parte abrasadoras, ha sido perfecta. La estrategia de sus rivales más significados, dejando todo para el último suspiro, encierra un fracaso que se enmascara dignamente con dos plazas de pódium y el título por equipos.

Pero no olvidemos que un escalador de raza nunca tendrá un Tour como el finiquitado que se adapte mejor a sus cualidades. La organización pensó en un Tour diferente para un desarrollo espectacular de la carrera. También ellos han salido defraudados aunque no lo certifiquen. Las dos semanas de extraordinaria oferta de dureza se quedaron en dos etapas de relevante interés para el aficionado: la primera de montaña, donde Froome aplicó el factor sorpresa, y la última, en la que defendió con firmeza su maillot ante un rival mucho más dotado que él para superar los desniveles.

Cada día de carrera se esperaba una ofensiva contra el británico y cada tarde apagábamos el televisor con una cierta decepción, ya que todo quedaba reducido a batallas colaterales donde brillaron Bardet, Rubén Plaza, Pinot, Van Avermaet y algunos ciclistas más, pero nunca con inquietud real para el vencedor final.