La memoria me lleva a los años 60 y 70 cuando utilizábamos el rico lenguaje del castellano y llamábamos a las cosas por su nombre de origen. Desconozco el chino mandarín, pero a nuestro idioma, además de ser universal y de los primeros en el ránking de parlantes, no le iguala otro, la cantidad de giros, matices, significados que puede tener una palabra, hace que sea una fuente inagotable de comunicación. Por eso cuando España se configura en autonomías allá por los años 80, y a lo que eran las Vascongadas y Cataluña se les llama países, empieza la sospechosa confusión. Sí, ya sé que la palabra país es polisémica, pero lo normal es que se asocie o venga a ser el sinónimo de estado nacional. Aunque haciendo gala de nuestro rico vocabulario, admito pulpo como animal de compañía. Esa fragmentación nacional no está muy clara para qué ha servido, más bien para amedrentar al pueblo vasco y al resto de los españoles y, en el caso de Cataluña, tal como se está viendo últimamente, para echar órdagos al Gobierno de España y así escamotear las grandes deficiencias económicas y sociales que padece Cataluña. El independentismo, el mirarse el ombligo entra dentro de parámetros totalitarios, porque acota a sus habitantes y les obliga a prescindir de la libertad de expresión, de la libertad del lenguaje que caracteriza a la nación española donde habitan y que por historia les pertenece. Cuando una viaja, ese sentido de universalidad te envuelve y el sentido del nacionalismo se diluye cual barro en el agua. Al final, todo es cuestión de educación, cuanta más educación menos independentismo, por eso hay que mimar lo que nos puede evitar que seamos manipulados.

Pintora y profesora de C.F.