Poco más de un mes después de su gran rebelión, los líderes catalanistas han negado y renegado de la independencia y abjurado de Puigdemont más veces que Pedro de Cristo. Viéndoles, escuchando a sus abogados, asombrándonos de su mansedumbre o cinismo, de cómo en horas veinticuatro han transcurrido de la tragedia a la comedia, del compromiso a la burla, de lo real a lo simbólico, de la soberanía al mero juego, a la esgrima política, nos preguntamos si alguna vez fueron héroes, y si ahora son villanos.

Seres humanos, en cualquier caso, a los que un ministro portavoz, un fiscal y un furgón de la policía nacional han convertido, de rebeldes soberanistas, en dóciles españoles. Pues todos ellos, de un modo u otro, están aceptando, acatando, plegándose a ese artículo 155 que se contemplaba como la espada de Atila y que ha acabado siendo mano de santo, tan balsámico y oportuno que incluso la ex presidenta del Parlament, Carme Forcadell, hasta mediados de octubre furibunda indepe, lo ha elogiado como una medida necesaria para poner orden y concierto en el desconcierto de la Cataluña irredenta.

Mi opinión apunta a contemplar a todos estos políticos de PDECat y Esquerra como fenicios propietarios de un producto político, la independencia de Cataluña, que unas veces vale más, otras menos, en el mercadillo político, pero que siempre reporta lo suficiente para que las principales familias de la sociedad pancatalanista ingresen bien, mejoren su calidad de vida, reciban pensiones millonarias (como la ya percibida por Pujol y a la que ayer renunció Puigdemont), vayan a Madrid en coche oficial y renueven sus votos en capitales y comarcas de Cataluña.

Un negocio, en definitiva, que hay que vigilar y adaptar a los tiempos. Y un producto, a veces de temporada, a menudo menos perecedero, que compran muy bien los jóvenes, previo faccioso adoctrinamiento, los militantes a los que se va colocando y, sobre todo, los propios líderes indepes, cuyos patrimonios van engordando al extremo de que no tienen dificultad para pagar sus fianzas.

Los arrepentidos Turull, Rull, Romeva y los brusellers encarnan una nueva variante del pícaro español, capaz de engañar al ciego Estado o vender a la madre independencia por un puñado de días en libertad. Su rehabilitación, como la de cualquier buscón, requerirá otra novela.