Marimar Cariñena hablaba desde Lleida para Aragón TV y un grupo de energúmenos profería todo tipo de insultos. Me llamó la atención uno: «Aragoneses». Sí. Intercalado entre gritos de «ladrones» o «mentirosos», además decían, con caras iracundas, algo todavía peor, o como mínimo equivalente, «aragoneses». Ser aragonés, para esas 200 personas, era motivo suficiente para odiar. El odio, el rechazo al diferente, al que no piensa como tú, es ya una plaga. Discrepar te coloca en la trinchera contraria. Pasas a ser un facha o un radical. En un bar un individuo mata a otro a golpes por motivos «ideológicos», según la jueza. Diferente escenario, pero mismo sentimiento: el odio. Los sucesos no son comparables, pero vemos el mismo denominador común. Un odio alentado por los populismos, supone un peligro para los valores democráticos. Y al delegado del Gobierno en Aragón, Gustavo Alcalde, no se le ocurre otra cosa que remarcar que el presunto asesino era extranjero. Lo mismo, la distinción entre el nosotros y el ellos, los prejuicios. El lenguaje de la exclusión. A los políticos se les debería exigir mesura, prudencia y no caer en el discurso populista, tan cargado de mentiras. El fanatismo, que solo engendra violencia, es un peligro para esta sociedad. Viene enardecido por unas redes sociales propensas a los linchamientos. Y por políticos irresponsables que deberían medir mejor sus palabras y sus gestos. Destruir es sencillo; construir requiere del esfuerzo e inteligencia de todos. El odio solo destruye.

*Periodista / @mvalless