Que el delirante movimiento secesionista de Cataluña espere encontrar algún respaldo o comprensión por parte de la UE o cualquier organismo oficial y de enjundia (el Gobierno de Maduro, pues, no cuenta) es un ejercicio de puro voluntarismo que, además, queda muy lejos de esos proverbiales pragmatismo y visión de futuro del carácter catalán. Suponer que el simple peso específico de su economía en relación a otras regiones de la eurozona es razón suficiente para ser reconocidos y respetados como independientes (así lo afirmó Oriol Junqueras) es ignorar que en esta Europa, por muy neoliberal que sea, hay otros puntos sensibles que no se dejan tocar. El capital prefiere la homogeneidad y no la complejidad política.

Vivimos en un marco menos democrático de lo que parece, basado en un acuerdo entre élites. La mejor prueba es la ratificación sí o sí del Tratado de Lisboa (2007), donde se pasó por encima de la voluntad de franceses y holandeses, que ya habían dicho no en sus respectivos referéndums. Por supuesto que existe una finalidad política, pero lamentablemente pasa por restar influencia y poder a las soberanías nacionales. Europa habla de «pueblos» en su versión poética, pero en realidad solo reconoce como interlocutores a sus Estados, cuyos gobiernos deben pasar por el aro, como quedó claro en Grecia. No pesa tanto el Parlamento de Estrasburgo como la Troika o cualquier forma en la que esta se presente, mute o se disfrace. Tampoco se permite el lujo de abrir una puerta a reivindicaciones de otras regiones como Flandes o Córcega, Baviera o Bretaña. Como mucho, consultas chiquititas y no vinculantes como las recientes en el Véneto y Lombardía.

Las zonas pujantes tienden a huir de la solidaridad, y más cuando el futuro se mira con pesimismo (el 85% de franceses, el 66% de italianos y el 61% de españoles creen que los hijos vivirán peor que sus padres), pero ya no hay dónde empezar de nuevo. Las tierras prometidas son una broma. El descalabro de buena parte de los partidos socialdemócratas es en gran medida el derrumbe de la democracia europea. Que Macron triunfara en Francia sin un partido clásico detrás fue todo un síntoma de la orfandad y desencanto que se extienden. Que la ultraderecha austriaca, con el mejor saldo electoral de siempre, esté en condiciones de gobernar en su país ya no es motivo de escándalo para Bruselas, como sí lo fue hace quince años. Conclusión: la pela es la pela, sí, pero primero en Europa. H *Periodista