La victoria de Donald Trump y los sorprendentes resultados en los referéndums del brexit y de Colombia han suscitado un intenso debate sobre el papel del periodismo y de las redes sociales en la información y sobre el concepto de posverdad que el diccionario Oxford ha elegido como la palabra del año 2016. Entendemos por posverdad «las circunstancias por las que los hechos objetivos son menos influyentes en modelar la opinión pública que las apelaciones a la emoción o a las creencias personales». Se calcula que el 70% de las afirmaciones que hizo Trump durante la campaña han resultado falsas. Nigel Farage y Boris Johnson han reconocido que los argumentos con los que ganaron son irrealizables por falsos.

Cunde la sensación de que este fenómeno de la posverdad tiene que ver con la sustitución de los medios informativos por las redes sociales. Casi el 50% de los norteamericanos declaran que consumen las noticias a través de Facebook, la red social que ha reconocido que no tiene mecanismos contra la «desinformación». No los tiene porque se resiste a asumir su responsabilidad editorial. Si lo hiciera, bastaría con que aplicara los métodos de verificación que empleamos los medios informativos. Todo está inventado y es perfectible. Alguien debe hacerse responsable profesionalmente y económicamente de distinguir los hechos de las creencias para garantizar el derecho a la información.

No hay duda de que uno de los mayores desafíos de las grandes ciudades del mundo es combatir la contaminación que amenaza la salud de sus ciudadanos. Más de 500.000 personas mueren de forma prematura en Europa todos los años como consecuencia de problemas vinculados a la mala calidad del aire. Esa cifra alcanza los tres millones en todo el mundo, según datos de la OMS. Buena parte de esos fallecimientos se podrían evitar reduciendo la cantidad de vehículos en circulación, especialmente en las ciudades más densamente pobladas, algunas de las cuales ya han logrado retirar de sus núcleos urbanos industrias y plantas de generación energética. En este preocupante contexto, adquiere gran importancia el pacto al que han llegado Madrid, París, Atenas y Ciudad de México para prohibir en sus calles los vehículos diésel a partir del 2025. Es un acuerdo atrevido que deja en evidencia la inacción ecológica de grandes dirigentes mundiales y que desafía a la industria automovilística, obligada cada vez más a apostar por los coches eléctricos e híbridos. Otras ciudades deben sumarse al debate aunque el uso del automóvil esté muy arraigado y primen las críticas ante planes que requieren reflexión y pedagogía, pero cuyo objetivo último es indiscutible si queremos una sociedad con menos veneno en el aire.