Sabemos que tal batalla la perdió Napoleón pero quién o quiénes la ganaron, no está igual de claro. Teóricamente, la victoria correspondió al Duque de Wellington (el Mariscal Wellesley) que ya se había hecho rico en nuestra guerra de independencia pero evidentemente, redondeó su fortuna en Waterloo, si bien no tanto como el banquero Nathan Rothschild que multiplicó su fortuna por muchas unidades sin un solo tiro y sin acudir siquiera al lugar de la contienda bélica; no se movió de Londres y todo le salió a pedir de boca gracias a su diligente ejército de palomas mensajeras.

Rothschild se limitó a enviar al contorno de la magna pelea a una tropilla de palomas mensajeras bien adiestradas para que en cuanto se supiera quién había ganado de los dos bandos, sus cuidadores, las hicieran regresar a Londres portando un sucinto mensaje: «ganó Napoleón» o «ganó Wellesley»; de las consecuencias negociables de uno u otro resultado, ya se encargaría el avispado banquero y sus agentes.

Y así fue la cosa, tomando por verdad algo que era mentira (porque Napoleón había perdido la batalla y el ganador había sido Wellesley. Nadie lo supo en Londres salvo Rothschild, quien conoció antes de ningún otro en Gran Bretaña, que el pequeño corso ya no era más que un hombre derrotado, así que, sabiendo esas verdades, se desprendió audazmente y a bajo precio de cuántos elementos cotizables de su patrimonio mobiliario fueran británicos, como acciones, obligaciones y valores diversos, enajenándolos a bajo precio, como si vendiera a la desesperada.

¿Qué hicieron los demás capitalistas afectados? Pues fiándose a la ciega de la iniciativa de Rothschild, la mayoría de los restantes especuladores se apresuraron a hacer lo mismo y a precios de basura sin saber que eso era un movimiento provocado y querido por Rothschild que ocultó ab initio, la derrota napoleónica, para después recomprarlo (incluido lo que él mismo había enajenado) multiplicando por más de veinte el valor de lo que tan poco antes había vendido, fingiendo suponer que ya no valía nada.

Así, aunque Gran Bretaña triunfó en el campo de batalla, alguien dijo entonces que en la Bolsa de valores había perdido, quién había ganado en el campo de batalla. Desde luego, semejante batalla permitió a Rothschild pasar a ser «en horas veinticuatro» de presuntamente arruinado, a uno de los hombres más ricos del mundo.

Desconozco qué clase de utilidad podría tener actualmente, el empleo militar de palomas mensajeras, dado el extraordinario progreso de las comunicaciones. Tengo entendido que los últimos servicios castrenses de esas palomas los prestaron en nuestra guerra civil y si bien creo que hasta hace unos pocos años, aún recibían ciertas consideraciones castrenses; me consta que en aquella confrontación, básicamente entre españoles, unos doscientos guardias civiles sitiados en el santuario de Santa María de la Cabeza (provincia de Jaén), no disponían de más medio de comunicación con la entonces llamada, «zona nacional» que las que les procuraban un puñado de palomas mensajeras.

Gracias a ellas y al capitán Haya, muerto después en la batalla del Ebro, los hombres de Ahumada recibían el indispensable suministro de boca y fuego, así como la única asistencia sanitaria posible. Ojalá que no se repita nunca entre nosotros, ese género de conflictos que en muchos casos, como podría contar pero no me parece oportuno hacerlo ahora, afectó a tantas familias simultáneamente, quiero decir, por la derecha y por la izquierda. Dios quiera que eso jamás se repita.

Acabaré recordando que en un museo español que desconozco cuál sea ni dónde está, se conserva embalsamada una de las palomas mensajeras a las que antes aludí y que llegó a ser ¡condecorada! como humano recuerdo, al deber que supo cumplir; su último servicio lo prestó cuando entregó a su destinatario el mensaje que portaba yendo herida de un balazo para caer muerta nada más hacerlo. Aunque fuera una paloma, esas cosas conmueven.