Lo peor del hambre es el frío. Fue este un chiste, más bien una greguería por su agudeza, que hizo fortuna durante la posguerra, cuando la desnutrición minaba las defensas y ciertas enfermedades causaban estragos. La tisis era entonces una enfermedad casi política. Hasta que llegaron los antibióticos, solo un puñado de privilegiados podía permitirse los únicos remedios prescritos entonces contra la dolencia, y otro tanto sucedía con las 11.000 camas en sanatorios antituberculosos de que disponía España a mediados de los años 40: si eras pobre, no te quedaba otro remedio que confiarte a la improbabilidad de algún santo o a la suerte de la genética. Cuando se autorizó la venta libre de penicilina, en 1947, llegó tan escasa que quien podía costeársela estaba obligado a recurrir al sobreprecio del mercado negro y el estraperlo. Valga el preámbulo para recordar cuantísimo esfuerzo costó levantar un sistema de sanidad universal y gratuita para que ahora destituyan sin escrúpulos al médico que se atreve a protestar por la falta de medios en urgencias o para que algunas doctoras, desmoronadas, regresen a casa llorando por la impotencia de no dar abasto. Camillas aparcadas en los corredores, personal desbordado, vías colocadas como en una cadena de montaje, la medicina de guerra. Ya solo faltaba la puntilla del Gobierno convirtiendo a las mutuas en una especie de Gestapo para facultativos y pacientes. Como siempre, pagan justos por pecadores. Todo huele a privatización mal disimulada; en lugar de transformar la sanidad pública en un mecanismo más eficiente, la están desmantelando, ladrillo a ladrillo, hasta convertirla en un mito. Un proceso lento pero tenaz, despacito, con la insidiosa roedura de las termitas. Periodista