Con frecuencia los partidos y sus líderes se escudan en «medir los tiempos» para justificar su retraso en la toma de decisiones políticas. Si bien este mantra sirve para respetar protocolos y procedimientos propios de la vida institucional, muchas otras veces ha servido como artimaña para esperar o forzar movimientos erróneos de los adversarios, más aún en la actual situación fragmentada del voto y del Parlamento. Se trata de un tira y afloja que se analiza muy bien desde la Teoría de Juegos de Nash; cada uno maximiza su posición y su ganancia en función de las estrategias del resto. Cuando todos asumen que cualquier paso siguiente empeora su propia posición llega la hora de pactar. No queda otra.

Pero escasos acuerdos de altura hemos visto en los últimos años, lo que dice muy poco de la capacidad de nuestros representantes electos. A los 315 días de 2016 sin que fuera posible acordar un Gobierno se suma ahora el efecto del procès. Sobre todo en los últimos meses, la cansina matraca secesionista ha tapado y relegado interesadamente cualquier otra información, aunque fuera tan relevante como la corrupción generalizada en el partido que nos gobierna (y su tesorería) o el ahondamiento en la grave crisis social del país, que no deja de batir récords negativos.

Hoy España es el segundo Estado de la UE con la electricidad más cara, mientras el 13% de las personas aun con trabajo no llegan a superar el umbral de la pobreza, donde solo Rumanía y Grecia tienen tasas más altas. Ese medir los tiempos que debería reflejar un poso de garantías constructivo para toda la sociedad se ha convertido en a) un continuo ganar tiempo para los partidos en perpetua campaña electoral (las expectativas solo responden a los incesantes sondeos y encuestas) y b) un perder el tiempo para la parte más significativa de la ciudadanía, a quienes la vida cotidiana no les permite medir nada.

Los últimos giros, infundios (¿muertos en las calles?) y desdichos del separatismo, que ahora sí admite su delgadez, es el último signo de hasta qué punto se puede frivolizar con lo solemne y lo prioritario por asentarse en el poder. Parafraseando a Espriú se podría decir que la política española es hoy un espejo roto en mil pedazos donde cada uno solo mira por su trozo, pero recordando a Bismarck podríamos añadir un halo de ¿optimismo?: «España es el país más fuerte del mundo. Lleva siglos queriendo destruirse a sí mismo y todavía no lo ha conseguido». H *Periodista