Los candidatos electorales están colonizando con la cercanía de las elecciones generales uno de los territorios mediáticos que jamás debieron abandonar: la televisión. Y lo hacen no para protagonizar debates de altos vuelos al estilo americano, o para lanzar las clásicas consignas partidistas; al menos, no de momento. Todos los aspirantes sin excepción apuestan por empotrarse en los formatos de entretenimiento, sin pedir permiso a la audiencia pero sin incomodarla. Hablan de ellos mismos y se desnudan un poco.

Esta semana lo hemos visto con el socialista Pedro Sánchez, repasando hitos de su vida frente a un tipo afable e inofensivo periodísticamente como Bertín Osborne. Hablaron de novias que fueron y de modas que pasaron, de la juventud. Y acabaron peloteando en una mesa de ping pong y soltando incluso algún taco. La entrevista-conversación resultó entretenida porque apenas hablaron de política. Al final, a la audiencia le acaba gustando conocer al personal, como al cliente de un banco le gusta saber cómo es el director de su sucursal o al padre de qué pie cojea el director del colegio de los niños. Condición humana.

El formato de entrevistas del cantante, que la semana que viene recibirá a Mariano Rajoy, no es el único de moda. Si Bertín no recibe en su casa a tal o cual candidato porque a la productora o a la dirección de RTVE no le parece adecuado, siempre quedará María Teresa Campos. La veterana presentadora malagueña es referencia para una audiencia, la de la tercera edad, que con el frío cierzo de las tardes cortas pasa horas delante de la pantalla esperando que alguien le cuente algo interesante o, por lo menos que no le aburra. Cine de barrio lleva tantas vueltas al cuentakilómetros, que no hay quien lo aguante, así tengas 60 años o 92. Ocho millones de mayores de 65 años están llamados a votar el 20 de diciembre, nada más y nada menos, y muchos de ellos se darán alguna vuelta por Telecinco de aquí a entonces.

Fascinados por la versatilidad y la velocidad de las redes sociales y de internet, los políticos se habían volcado con los nuevos soportes ignorando que una parte importante de sus potenciales votantes no están en el ciberactivismo, ni en la emergencia social, ni en las pulsiones de cambio. Simplemente esperan en el sofá de sus casas que alguien les motive para acercarse a un colegio electoral. Los primeros en entender el fenómeno fueron los líderes de los partidos emergentes, Pablo Iglesias y Albert Rivera. Sus cuotas de pantalla no existían por su invisibilidad pública o por su carácter extraparlamentario, de modo que aprovecharon la mínima oportunidad para multiplicar su presencia en los platós. Ambos contribuyeron a convertir en espectáculo las tertulias políticas, y sus partidos encontraron en el ágora televisiva las credenciales de las que Podemos y Ciudadanos carecían. Si los líderes no podían acudir a los programas, mandaban a sus escuderos. En cualquier caso, fuera quien fuera, comparecía preparado, con datos precisos y conociendo las reglas de la buena comunicación política audiovisual: convicción, lenguaje claro, rapidez de reflejos y algo de chispa.

Esta locura por la tele ha llegado incluso al buró central de un PP, timorato y clásico en sus estrategias de comunicación. Rajoy se ha sacudido el plasma y el aquí no hay preguntas para pasarse sin ambages al desfile catódico. Mandó a Soraya Sáenz de Santamaría a probar y, cuando vio que las minas de El Hormiguero de Pablo Motos no explotaban o el globo del Planeta Calleja volaba y todo, se decidió a dar el paso. Antes de que la competencia tomara la delantera, calentó con una entrevista ciudadana en La 1 con Ana Blanco, siguió esta misma semana con la retransmisión de un partido de la Champions (colleja al hijo por metepatas incluida) y mañana proseguirá en Telecinco con otra comparecencia periodística. En unos días sucumbirá definitivamente en esta nueva tendencia y sentará en el diván con Bertín, en ese formato de conversación del que la audiencia acaba sacando unas nociones sobre el personaje más nítidas que en algunas interrogaciones a cara de perro. Salvo las conducidas con maestría por Jordi Évole, cuyo Salvados sigue siendo programa de culto para la ciudadanía políticamente más activa, cada día chirrían más esas entrevistas a lo Pepa Bueno o a lo Ana Pastor en la que todo el mundo acaba incómodo o enfadado.

Es un acierto que los candidatos desfilen por estos programas, pero no pueden olvidarse de los debates reglados. Además de conocer los gustos culinarios o las dotes de baile de los candidatos, es necesario que adquieran otro tipo de compromisos, rindiendo cuentas en debates abiertos y en foros periodísticos más comprometidos políticamente. El show televisivo iguala a políticos y votantes, pero la verdad empezará el día después, cuando las urnas rebosen votos, se apuren los recuentos y sepamos quién y con qué apoyos gobernará. Entonces, ya nos importará menos si Sánchez bailaba break dance o si Rajoy recuerda de memoria alineaciones históricas del Madrid.