Hay una Zaragoza en penumbra. Una Zaragoza brutal, descarnada, desesperada, que pide a gritos socorro. Una Zaragoza que vive sobre todo de la generosidad y solidaridad. "Cuando me preguntan mis hijos por qué a la leche del desayuno no le pongo Cola Cao, les digo que se me ha olvidado y que mañana lo compro. Y cuando no tengo leche, solo puedo darles agua con azúcar". La frase viene de una madre del barrio de San José. "En el comedor social, hay niños que separan en el plato las patatas de las judías verdes para guardarlas en un tupper y llevárselas a casa porque saben que es su única cena", me explica uno de esos zaragozanos de corazón, voluntario del comedor social de Las Fuentes. "¿Me puede dar algo de comida?", escucho que piden en el bar en el que estoy. Nada más salir, veo cómo la joven rompe con ansia el envoltorio del bocadillo.

Me pregunto, entonces, qué habrá dentro de cada casa, en las distintas asociaciones de ayuda, en los centros sociales... Da miedo pensarlo. Hace año y medio, un hombre me paró ante una carnicería en el centro de Zaragoza para que entrara y le comprara algo para dar de cenar esa noche a su hijo. Y una madre del colegio me previno de la gravedad de la crisis asegurándome que a una amiga suya no le llegaba para comprar fruta a sus hijos. La desgracia asomaba. No es nueva. Y con el tiempo se ha recrudecido (ahí está la subida de la luz). La pregunta es qué hacemos con estos zaragozanos. ¿De verdad que la política no vale para esto? ¿Para qué vale? Periodista