Emilio Pérez era un albañil de mediana edad cuando ocurrió la riada de Biescas. Y en su memoria guarda muchas vivencias de aquellos días. La que más le impresionó fue que, cuando estaba trabajando con otros hombres, tiempo después del desastre, en la construcción de un cauce suplementario, descubrió el cadáver de una víctima.

«Estábamos levantando una pared para cerrar el cauce y, de repente, entre la tierra y las piedras apareció un cuerpo», recuerda Emilio. «Debió de ser uno de los últimos cadáveres en aparecer», afirma.

El hallazgo le dejó impresionado, al igual que a sus compañeros. Fue algo inesperado y que revelaba que las tareas de búsqueda no habían acabado todavía por completo. De hecho, también por aquellas fechas, apareció otro cuerpo flotando junto a la presa de Sabiñánigo, unos 13 kilómetros al sur. La fuerza de la riada lo había arrastrado hasta el río Gállego y en este la corriente lo había llevado hasta el dique, que fue objeto de una intensa búsqueda en los días que siguieron a la tragedia.

Pero Emilio también recuerda otros aspectos menos difundidos de aquellos sucesos. Por ejemplo, la ola de solidaridad que se produjo en Biescas para ayudar a las familias de las víctimas, que se habían quedado sin nada, ni siquiera lo puesto, debido a que la avalancha de agua, piedras y barro había arrastrado y desperdigado todas sus posesiones, desde la ropa al dinero. Muchos de ellos, tras la riada, echaron a correr semidesnudos y cubiertos de magulladuras, hacia Biescas, distante solo unos centenares de metros, en busca de ayuda. Su repentina aparición en la avenida del Manzano, a la entrad del casco urbano, conmocionó a los vecinos.

«En mi casa se alojó una familia y lo mismo pasó en muchas otras casas de Biescas», subraya este albañil retirado que este día de principios de agosto ha venido al polideportivo a recoger a un nieto. Este edificio también desempeñó un importante papel en las horas y días que siguieron a la tragedia, pues acogió a la mayoría de los campistas que no sufrieron lesiones. Y en esos primeros momentos, cuando ya se sospechaba la magnitud del desastre, hasta aquí venían a cada momento vecinos de la localidad tensina que traían leche, caldo y otros alimentos. También ropa y mantas y otros enseres necesarios. Hay que tener en cuenta que ni Biescas ni ninguna otra población semejante tenían entonces una gran infraestructura de asistencia. Había un sencillo centro de salud y un cuartel de la Guardia Civil con seis agentes de servicio.

Con todo, Emilio Pérez es partidario de empezar a olvidar aquellos dramáticos sucesos. «No es agradable oír todos los años lo mismo», afirma. A él, como a otros muchos vecinos, el hecho de que los medios de comunicación insistan una y otra vez sobre la catástrofe del cámping Las Nieves solo les sirve para volver a recordar un hecho amargo del pasado que quieren dejar atrás.

«Lo que viví dentro del cámping nada más ocurrir la riada es para olvidarlo»

Es muy posible que Julio no se esperara encontrar lo que se encontró en el cámping Las Nieves cuando acudió corriendo nada más enterarse de que había ocurrido «algo muy gordo». Su imagen dio la vuelta al mundo al aparecer en las portadas de los periódicos, entre ellas la de EL PERIÓDICO DE ARAGÓN. En ella se le ve llevando a hombros el cadáver de una mujer joven que, momentos antes, habían extraído los miembros de los improvisados equipos de rescate de un amasijo de coches volcados y caravanas desvencijadas.

Él participó en ese rescate y en muchos otros, pero no quiere explicar ninguno. No desea volver sobre aquellas angustiosas horas. «Aquello fue para verlo y olvidarlo», repite una y otra vez.

La catástrofe de la zona de acampada marcó su juventud e influyó en su vida posterior. Desde entonces aprendió a relativizar los problemas y a tener una visión más despegada de la vida. Se dio cuenta de la fragilidad de los seres humanos y esa constatación no lo dejó indiferente.

«Cuando llegué había caravanas flotando en el agua y un coche estaba en equilibrio al borde de la piscina, con una parte fuera y otra dentro del agua», explica.

Otra cosa que le dio y le da que pensar es que él pasó en coche por delante del cámping, camino de Biescas, «veinte minutos antes de que empezara a llover torrencialmente y se desbordara el barranco de Arás».

La fuerza del agua, mezclada con piedras y troncos de árboles, era tal que se hundió y resquebrajó el tramo de la carretera que discurre ante la zona de acampada. Y no se le quita de la cabeza que esa ola gigante, caída desde los pueblos de Sobremonte, podría haberse llevado su coche por delante con él dentro.

Julio trabaja en una gasolinera, que es un lugar por el que pasa mucha gente a diario. La mayoría de conductores repostan y se van, pero algunos aprovechan para preguntar por la riada. «Cada vez son menos los que te preguntan por aquel episodio», afirma el gasolinero. «Quieras que no, han pasado 25 años y la gente se va olvidando». De hecho, los propios biesquenses ven el suceso como algo cada vez más lejano. En 25 años el paisaje humano ha cambiado y las nuevas generaciones no tienen presente aquel dramático día de agosto.

«El agua nos llegaba por encima de las rodillas y olía a gas por todas partes»

A los 18 años, Pepe Giral estaba haciendo la mili de voluntario en el puesto de la Cruz Roja de Biescas. En cuanto se corrió la voz de lo que había pasado en el cámping se dirigió a la zona de acampada y se metió de lleno a ayudar a los campistas. «El agua nos llegaba por encima de las rodillas y recuerdo, sobre todo, el olor a gas que había, que procedía de esas bombonas que se usan o se usaban en las caravanas», recuerda.

Antes de llegar al recinto del cámping, desde el coche en que se desplazaba ya pudo ver que había ocurrido una tremenda desgracia. «En las cunetas había gente desnuda que iba hacia el polideportivo en busca de refugio», cuenta este hotelero que dirige el complejo Giral, situado en el cruce donde se bifurcan las carreteras de Formigal y de Ordesa.

«Había mucho lodo, todo estaba patas arriba y reinaba un gran nerviosismo porque todo el mundo que había ido a ayudar temía que se produjera otra avalancha», cuenta. Tampoco ha olvidado que, en medio de aquel caos, había muchos que se jugaban la vida por ayudar.

Ya entonces, estando ahí metido, en medio del barro, pensó que estaba viendo en directo una catástrofe «como las que ocurren en la India y en otros países». A ello se añadió que de la confusión salían cada vez cifras cada vez más elevadas de muertos. Un estremecedor recuento de fallecidos que no paraba de aumentar.

«Hasta el día siguiente, hasta que no amaneció en realidad, no se supo el alcance real de aquella catástrofe», relata Pepe Giral. Como sus convecinos, este hotelero tensino es contrario a narrar hechos demasiado explícitos, por una especie de pudor y respeto hacia las víctimas. «La memoria es selectiva y es normal que determinados sucesos desagradables o muy duros se silencien y acaben casi olvidándose», afirma.