Miles de zaragozanos y miles de aragoneses visitarán en el día de hoy, si no lo han hecho ya, las tumbas de sus seres queridos fallecidos. El cementerio de Torrero es el gran epicentro en la capital aragonesa el día de Todos los Santos, pero este recinto no es ni el único ni el primer camposanto que se inauguró en la ciudad. Fue primero el de La Cartuja, que hoy sobrevive encajonado entre la carretera de Castellón y la campa donde FCC guarda contenedores y máquinas de limpieza.

Este cementerio, propiedad de la Diputación Provincial de Zaragoza, se inauguró en 1791 al calor de las ideas ilustradas y el desarrollo de la ciencia moderna. Por aquel entonces los pensadores de la época concluyeron que, a lo mejor, no era buena idea seguir enterrando a los difuntos en los fosales de las parroquias dentro de la ciudad por una cuestión de higiene. Aunque, además de para mejorar la salubridad de la urbe, el camposanto de La Cartuja se abrió también por falta de espacio.

Lo explica al detalle José Luis Angoy, jefe de Protocolo de la DPZ. «El cementerio de La Cartuja se construyó inicialmente para enterrar a los acogidos en el hospital de Nuestra Señora de Gracia, (el Provincial), que por aquel entonces estaba en la plaza de España», cuenta. Hay que entender que, en el siglo XVIII, los hospitales no eran lo que hoy entendemos como tal, sino hospicios a los que acudían las personas sin recursos para dormir bajo techo, comer caliente y ser sanados de sus enfermedades, que muchas veces eran mentales.

Tumbas en el cementerio de La Cartuja ANDREAA VORNICU

El hospital era propiedad entonces de una institución benéfica llamada La Sitiada. De acuerdo con esas medidas higienistas, y ante el temor también de que los muertos pudieran contagiar sus enfermedades una vez enterrados, pensaron en levantar un cementerio a orillas del recién inaugurado Canal Imperial de Aragón. Pero Ramón Pignatelli, el genio que había diseñado esta infraestructura fluvial, no lo permitió. A cambio, el ilustrado cedió unos terrenos en el camino de La Cartuja para que el hospital pudiera construir un camposanto. Y allí es donde todavía hoy en día sigue.

Una vez se abrió en 1791, inhumaban allí a los que, literalmente, no tenían donde caerse muertos. «Pero llegaron Los Sitios de Zaragoza y la mortalidad se disparó. Entonces empezaron a buscar lugares en los que enterrar a la gente porque los fosales de la ciudad estaban llenos ya. Y llevaron a muchos de los muertos en la guerra a La Cartuja», explica Angoy.

Después del conflicto, la gente volvió a las viejas costumbres y prefería quedarse descansando eternamente dentro de la ciudad y no en un cementerio a varios kilómetros del centro.

No obstante, con el paso de los años, «se empezó a normalizar la práctica de enterrarse en La Cartuja, pues Torrero aún no existía. Y ya no solo pobres, si no que se fue extendiendo a todos los estratos de la sociedad», explica Angoy. Fue ya entonces en la primera mitad del siglo XIX cuando se crearon las diputaciones provinciales y la de Zaragoza se quedó a cargo de las fundaciones benéficas de la ciudad, entre ellas La Sitiada, por lo que pasó a gestionar tanto el hospital como el cementerio.

Desde entonces, este camposanto guarda una estrecha relación con la institución provincial y muchos dirigentes de la diputación e incluso funcionarios comenzaron a enterrarse en La Cartuja. En este cementerio yacen los cuerpos de ilustres de Zaragoza como el doctor Cerrada, Genaro Casas (maestro de Ramón y Cajal), Lasierra Purroy, Emerenciano García Sánchez, el alcalde Caballero y los marqueses de Ballestar. Muchos de ellos fueron presidentes de la diputación y, además, médicos que trabajaron en el hospital Provincial. Asimismo, también hay toreros (el coso de la Misericordia también depende de la diputación) y cirujanos que han salvado la vida a más de un diestro en la plaza de Zaragoza.

Los cuerpos de muchos de estos hombres, cuya vida y conocimiento daría como para varias páginas de tinta, están en una cripta subterránea que hay bajo la capilla que se levantó en 1865 en el centro del cementerio.

Y la cripta, cuya fotografía ilustra esta página, se llamó «de la Beneficiencia», pero no era para los beneficiados, sino para los benefactores. Desde entonces, en La Cartuja conviven los cadáveres tanto de los ilustres que copan el callejero de la ciudad como de los pobres que apenas tenían nombre.

Curiosidades

Entre las curiosidades e historias que este cementerio guarda todavía hoy tras el paso de las décadas está la tumba de una niña austriaca de 13 años: se llamaba Edith Emma Francisca Haas Donat, y según reza su epitafio fue «víctima inocente» de la primera guerra mundial. La joven fue una de las menores exiliadas que llegaron hasta nuestro país, en Aragón de la mano de la familia Gastón, huyendo de la muerte en Europa. Desgraciadamente, tampoco en Zaragoza consiguió escapar de la Parca.

Otra lápida digna de admirar es la 416, de la que nada se sabe salvo lo que dice el mármol: «Madre, descansa en paz». Sin nombres ni fechas. Otra historia encajonada en un nicho de las que solo en los cementerios se pueden encontrar.