La inmensidad de las montañas del valle de Castanesa casi sobrecoge a quienes las ven por primera vez. Las luces del otoño, con sus destellos dorados en sus frondosos bosques, dibujan una postal bucólica que, sin embargo, es el día a día «duro» para los pocos centenares de vecinos que la habitan. Ellos disfrutan a partes iguales de una estampa sin igual y de las dificultades de un terreno alojado en el corazón del Pirineo aragonés, donde se difuminan las fronteras físicas, culturales y lingüísticas con Cataluña. Este el escenario de la ampliación de la estación de esquí de Cerler, que justo en el siguiente valle lleva décadas colmando Benasque de un turismo de nieve que no llega a esta parte de La Ribagorza.

Entre quienes quieren que eso cambie y los que prefieren que así siga, andan las discrepancias por un proyecto que para unos será el futuro frente a la desaparición y, para otros, la puntilla a una de las pocas reservas naturales que siguen intactas en el Pirineo. Una instalación en un monte que es propiedad de sus vecinos, y cuyos detractores han llevado a los tribunales la expropiación de los terrenos.

«Al valle de Castanesa le falta vida y le sobran trabas», considera el chef del restaurante

En el término municipal de Montanuy, donde se ubica Castanesa, hay 17 núcleos que apenas suman 200 habitantes. Algunos pueblos ya se quedaron sin gente. En otros, como Fonchanina, resiste el último residente. Todos ellos tienen al vecino catalán Pont de Suert como referente y los lazos con Bonansa, a escasos kilómetros, siempre han sido fuertes. Estar a más de 60 kilómetros de su cabecera comarcal, Graus, obliga a tejer otras redes que llevan hilándose mucho tiempo, generación tras generación. Tanto que en el consultorio de Pont de Suert uno de sus médicos lleva la bata del Salud aragonés, y entre los veinte alumnos del CRA Ribagorza Oriental casi la mitad son catalanes.

Con carreteras que en invierno deben ser recorridas varias veces al día por las máquinas quitanieves, que casi llevan el nombre de quienes habitan en sus laderas, los vecinos del valle de Castanesa se mueven en todoterreno y recuerdan que la simbiosis con la montaña «ha sido y será» una constante vital. Testigo de ello son las bordas (cabañas) de los pastores que salpican la montaña de construcciones hasta los lugares más remotos, también a poca distancia de donde llegarán los nuevos telesillas. Los ríos Noguera Ribagorzana y Ésera bordean este valle donde los vecinos crecieron juntos y reivindican su derecho a seguir haciéndolo. Aunque sean pocos. También, con las discrepancias de algunos de sus conciudadanos. Y con la crítica a quienes hablan del proyecto desde la lejanía de la ciudad.

Rubén Cierco y Rosa Mora, en su restaurante en Castanesa. ÁNGEL DE CASTRO

«Al valle de Castanesa le falta vida y le sobran trabas», sentencia Rubén Cierco, que gestiona el restaurante y hotel familiar Ca de Graus, a pie de carretera en el mismo núcleo de Castanesa. «Una pareja ha venido a vivir con la pandemia, pero si no, era yo el único joven en el pueblo», explica. «Los pueblos están muertos. Si en diez años no se hace nada, el 80% de las casas cerrarán las puertas», lamenta. Rosa Mora, su madre, también responsable del establecimiento, asegura que el proyecto «nos salvaría la vida».

Como ellos, Amado Cortinat, miembro de la Sociedad de Vecinos de Castanesa, y Javier Pellicer, presidente de la Asociación Queremos Futuro para las Montañas de Castanesa, ven en el esquí una solución a la «muerte» del valle. Cortinat recuerda el grave incendio de 2012. «Si no hubiera sido por los vecinos, las llamas arrasan con todo». Lo dice frente a quienes opinan de su futuro sin vivir en «el país». Pellicer, nacido allí, fue una de las familias que emigró, pero ha regresado con la jubilación. «Somos hijos de aquí y no queremos que Castanesa muera».