Hay historias en las que resulta inevitable reconocerse. Al menos, es lo que me ocurre a mí de vez en cuando, y siempre son esas historias las que venero como si me fuera la vida en ello. Porque mirarse en un espejo es la mejor forma de aprender sobre uno mismo y sobre sus circunstancias. En este caso, el reflejo invita a quedarse maravillado ante la exactitud de las palabras, la fuerza de las emociones o la vigilia de los silencios. Ocurre cuando está tan bien contado, casi una fina disección, con una estructura que permite entender los distintos puntos de vista que en ella confluyen y la musicalidad de quien susurra el texto al oído y de quien asume que no caben réplicas que jueguen a contradecir, pues a la ficción no se le cuestiona absolutamente nada.

Me gusta mucho cómo escribe Jesús Carrasco. Parece fácil pero no lo es. Los personajes crecen conforme la trama avanza y sus rostros se van perfilando con lo que sienten y con lo que viven, con lo que escuchan y con lo que piensan. Y evolucionan sigilosamente, sin brusquedad, sumergidos de lleno en la situación planteada, reconocible, desasosegante y humana a partes iguales. Me gusta mucho esa manera de convertir los diálogos en narrativa, de recrear conversaciones dentro de los párrafos, de utilizar la voz propia para que también hablen los otros, de conseguir que la voz ajena se imponga como si se tratara de la más certera.

Llévame a casa, editada por Seix Barral, es una novela que se lee rápido porque envuelve y emociona. Es una novela que obliga al lector a sentir. Es una novela que fotografía situaciones a las que hay que plantar cara y afrontar con firmeza. Es una novela que sitúa a la indefensión en primer plano. Es una novela que construye imágenes cotidianas que merecen más atención de la que en la mayoría de las ocasiones se les concede. Es una novela que invita a aprender a mirar de otra manera. Es una novela que no duda en desmenuzar sueños y realidades. Es una novela que se sirve de lo de fuera para llegar muy adentro y actuar como revulsivo y reflexión.

Cuando uno regresa al hogar, nunca se encuentra lo que dejó al marcharse porque el tiempo ha transcurrido y el mundo, tanto el exterior como el interior, es otro. Sabedor de algunos cambios y de algunos sucesos, pues es la muerte del padre lo que le hace volver, el protagonista, Juan, se ve obligado a dejar de vivir sin responsabilidades familiares. O, lo que es lo mismo, su huida lejos del hogar ha terminado de momento. Isabel, su hermana, que ha hecho de su capacidad resolutiva un testimonio vivo, se ocupa de ponerlo al día. Y aunque le cuesta reaccionar, quienes lo rodean, rostros del pasado que se encuentran muy hábilmente definidos, se muestran dispuestos a que su confianza aumente y a que sus dudas y sus temores desaparezcan. Recuperar momentos perdidos le ayuda a conservar aquellos otros futuros que estaba dispuesto a perder sin ni siquiera darles la más mínima oportunidad.

Hay seguridad en la narración, hay firmeza en el deseo de alcanzar una tregua que conduzca a los protagonistas a la conciliación. Se conocen tan bien que continuamente se adivinan. Incluso cada uno sabe lo que va a decir el otro y cómo va a reaccionar. Pero nada de eso ralentiza la acción, pues lo previsible admite mil y un matices, y además cada respuesta predecible, a veces incluso un mero gesto, suele ser susceptible de convertirse en impredecible de repente. Esa es la conclusión más común que se alcanza cuando uno lucha consigo mismo y acaba venciendo el yo inesperado.

El recorrido por los lugares es igualmente muy representativo y esclarecedor. Edimburgo, Barcelona y Cruces, en la provincia de Toledo, se pasean por estas páginas. Y son espacios que obligan a elegir o a rechazar, cada cual con sus razones. Salvadas las distancias, las de todo tipo, y reconociendo aquello que se vivió tiempo atrás y que la memoria se obstina en mantener, toca por fin empezar de nuevo. Tanto Isabel como Juan han de experimentar un cambio drástico, quizás el reencuentro con lo que un día fueron renuncias.