Un 16 de julio de hace 100 años nació Miguel Labordeta, el más singular y de mayor calidad literaria de los poetas aragoneses de la época contemporánea. Su obra, corta e inclasificable, continúa siendo inspiradora para muchas generaciones de jóvenes para los que ha sido fuente de inspiración iniciática.

Miguel Labordeta es un poeta más reivindicado que leído y mejor estudiado que difundido, a pesar de que en los últimos años se han reeditado la mayor parte de sus obras y correspondencia. Su centenario pasará de nuevo desapercibido en las capillas y academias que tanto repudió en su corta vida, a la espera de que en el otoño se puedan realizar los actos y jornadas que una voz poética tan personal y arrebatadora merecen. De momento, la fundación que lleva el nombre de su hermano menor y una de las personas a las que más influyó, José Antonio Labordeta, iniciará hoy una campaña en las redes sociales para divulgar su figura y su poesía rebelde, inconformista, heterodoxa y tan personal que, a pesar de la tentación de alinearlo en escuelas, corrientes y generaciones, es difícil de encasillarla en alguna. Porque en la obra de Labordeta hay un poco de todas ellas. Su conocimiento de las vanguardias y la búsqueda constante de una voz propia lo convierten en un poeta tan inadaptado como lo fue su propia vida.

En sus diferentes etapas creativas es fácil de identificar rasgos de dadaísmo, de surrealismo, del expresionismo, del existencialismo, de la poesía social, del concretismo, de la poesía visual o incluso elementos lejanamente emparentados con la generación beat estadounidense. En esa inclasificable voz poética está precisamente la fuerza expresiva de Labordeta, poeta puro que exploró en su breve obra, todos los recovecos que le ofrecían las palabras, alejado de cualquier canon y escribiendo compulsivamente a pesar de que publicó poco. La muerte le llegó de forma prematura en 1969 y sus cientos de manuscritos y su desordenada y ecléctica biblioteca estuvo almacenada durante años en cajas y hoy está custodiada en la biblioteca María Moliner de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza.

Miguel Labordeta revolucionó la gris Zaragoza «gusanera», como él la definió, con la publicación en 1948, gracias al apoyo de su madre, de Sumido 25, cuyos 300 ejemplares acabaron guardados en el sótano del gran caserón en el que vivía la familia por el enfado paterno, que quería ver a su hijo doctorado y profesor, pero apoyado por su madre, figura fundamental en su vida. Tras Sumido 25 llegaron otros dos poemarios de una primera época marcada por los desastres de la guerra, la falta de aceptación y la amargura. Son Violento idílico y Transeúnte central, con los que cerró su primera etapa, interrumpida al tener que asumir la dirección del colegio familiar, el conocido Santo Tomás de Aquino, por la inesperada muerte de su padre tras una intervención quirúrgica.

El joven poeta se vio convertido por obligación en profesor sin demasiada vocación y se sumió en una profunda amargura que marcará el resto de su vida. Labordeta es el paradigma de esa generación de jóvenes de posguerra que padeció el exilio interior en un país siniestro, convertido en un páramo cultural y con escasos alicientes.

Pero a pesar de esa tendencia a la depresión, al desamor y a un desasosiego vital permanente, Miguel Labordeta revolucionó con su carácter excéntrico, divertido y a contracorriente la vida cultural zaragozana. Fue uno de los más asiduos de la célebre Peña Niké, que entre finales de los años 50 y principios de los 60 aglutinó a un amplio grupo de jóvenes que, con la única pretensión de divertirse, encontraron en ese modesto resquicio de libertad un magnífico espacio para compartir proyectos literarios, editoriales, cinematográficos, pictóricos... Es muy larga la nómina de poetas, cineastas, pintores, escultores o escritores que pasaron por las mesas del Niké, Destacan Rosendo Tello (el único de la generación que sobrevive, tras la reciente muerte de Fernando Ferreró, asiduo a las tertulias e íntimo amigo de Miguel), Luciano Gracia, Manuel Pinillos, José Antonio Labordeta, Emilio Gastón, Eduardo Valdivia, José Ignacio Ciordia, Guillermo Gúdel, Julio Antonio Gómez, José Antonio Rey del Corral, Miguel Luesma, Antonio Artero o Vicente Cazcarra, entre otros muchos. Aquellas cenas-monstruo que se daban en el Niké eran objeto de escandalera entre las élites pacatas de una ciudad sumida en una triste represión pero que a pesar de ello tuvo una inquieta vida cultural en la que el papel agitador de Miguel Labordeta fue fundamental.

El poeta escribió una obra de teatro alegórica llamada Oficina de Horizonte, estrenada con escaso éxito. Desde Zaragoza ideó una disparatada Oficina Poética Internacional (OPI) con la complicidad entre otros de Luis García Abrines, que generó un fluido intercambio entre poetas de todo el mundo. Alejado de los centros culturales, Labordeta creó un mundo personal e interior desde el gigantesco caserón del Palacio de los Gabarda, en la plaza de San Cayetano de Zaragoza. Una placa recuerda hoy en ese edificio que es hoy sede del Colegio de Notarios que ahí nació y murió, un 1 de agosto de 1969, el poeta.

En los 60 emprendió una nueva etapa poética, radicalmente distinta, más experimental, que llamó Metalírica y que se puede leer en Los Soliloquios y Autopía, dos obras rompedoras, en las que hace incursiones en la poesía visual sin que pierda fuerza y vigor su lenguaje poético con el denominador común de su obra: la lucha constante del Yo contra el mundo circundante, la retrospección y la búsqueda de respuestas a las preguntas que se hace sobre sí mismo.

Personaje esencial de la segunda mitad del siglo XX en Zaragoza, su obra ha sido bien estudidada y divulgada por excelentes investigadores y autores como Fernando Romo, Antonio Pérez Lasheras, Alfredo Saldaña, Jesús Rubio, Clemente Alonso Crespo, José Luis Calvo Carilla, Javier Barreiro, Antón Castro, Jesús Ferrer Solá, Pedro Vergés o José Antonio Llera. Hoy es su centenario y el mejor homenaje que se le puede rendir es, como a cualquier poeta, leer sus versos, que impactan con la misma vehemencia que el carácter de su autor.