No, no se tomen el titular de esta crónica como una clase de interjecciones expresivas: es solo un intento de reproducir las expresiones de gozo del público, el martes, al comienzo, durante y al final del concierto de la francesa Zaz, quien, de haber sido posible, habría sido, como el náufrago que relata García Márquez, paseada entre flores y músicas por medio país para que firmara autógrafos y la besaran las reinas de la belleza. ¡Madre mía! Qué demostración de entusiasmo, qué de piropos, qué de aplausos, qué de gritos, qué de ruido, qué de todo. Zaz levanta pasiones. Tantas como para agotar las entradas en la sala Mozart y ser colmada de regalos, de peticiones de selfies y de abrazos al final de su actuación. Y ella, claro, dejándose querer, pues una respuesta así no se logra todos los días, aunque te llames Zaz.

Para que se hagan una idea: le aplaudieron incluso cuando encendió una vela mientras contaba eso tan profundo de poner algo de luz en la oscuridad que nos rodea. También, por supuesto, sus comentarios (primero en francés y luego, gracias a las chuletas que se había preparado, en español) entre pieza y pieza y, obviamente, las canciones. Esas que beben musicalmente de fuentes diversas, tienen letras atractivas (“mi cabeza es una multitud de caras olvidadas”, que suenan en los discos maravillosamente y que en directo, ay, interpreta a velocidad de vértigo, desaprovechando los recursos de su voz hermosa y confundiendo el ritmo con la verbena y la intensidad con el aspaviento.

Quien paga manda

Para mayor abundancia, el sonido de la banda (discreta a veces, algo más suelta en otras) estaba a un volumen muy alto, y ya se sabe qué ocurre en esas circunstancias en la sala Mozart: que se monta un barullo del carajo que engulle las voces. No obstante, al público, que pagó unas localidades nada baratas, no pareció importarle esos detalles, así que, oye, quien paga manda, y bien que está que su opinión no coincida con la del crítico criticón, que además entra gratis.

Zaz abrió su gran noche cantando entre las butacas (como una aparición) Les jours hereux, iniciando una tanda de calentamiento armada con Imagine, Si jamais j’oblie, Qué vendrá, Ce que tu es dans ma vie, y De coleur vive. Acompañada solo por el piano eléctrico abordó, escapándosele cruda, la hermosa Et le reste. Luego, enfiló un paseo a ritmo de swing y jazz manouche con Les passants; Comme-ci, comme-ça; Oublie Loulou (de Charles Aznavour); Paris será toujours Paris (la popularizó Maurice Chevalier) y Laissez-moi, tal vez su mejor interpretación en esa atractiva u malograda tanda de canciones.

El siguiente tramo del concierto lo confeccionó Zaz con la sesentera On s’en en remet jamaism La fée, À perte de rue, Tout là-haut (cantada como alguien le persiguiera) y Déterre. Y en la recta final, una aceptable y bien estructurada Serendipia; el éxito Je veux, que el público como si le fuera la vida en ello; Clavelitos (sí, la de la tuna, pues la mamá de Zaz enseñaba español en Francia), con todo el Auditorio cantando en plan Verbena de la Paloma; Si je perds (otra hermosura arrumbada), Avec son frère (algo más de reposo le habría hecho bien a una pieza de esa hechura), y una aceptable Éblouie par la nuit y On ira (cantada también entre y con los espectadores). Y se quiso ir. Pero peligraba la estructura de la Mozart por la bulla montada para que volviera a salir. Y salió: interpretó La vie en rose, con un inicio guitarrero a lo Django Reinhardt, y Les chant des grives. Y luego, lo dicho: un diluvio de selfies, bravos, abrazos, parabienes y piropos y regalos. Y así la dejamos a pie de escenario mientras recordábamos a Baudelaire: “Il faut être toujours ivre. Mais de quoi? De vin, de poésie, de vertu; à votre guise”. Elegimos el vino.