La historia y origen del pueblo gitano no ha estado fuera de controversia y se ha discutido mucho sobre dónde pudo tener sus orígenes, expandiéndose después por buena parte del mundo. La teoría más aceptada y que se basa en estudios genéticos, lingüísticos y de documentos donde se les menciona y que se han conservado en diferentes lugares del planeta, colocan su origen en la región del Punyab, situada entre las actuales Pakistán e India. No están del todo claras las causas, pero entre los siglos VI y XI comenzaron una emigración en masa desde esta región hacia el oeste, pasando por la antigua Persia y después llegando a Anatolia, la actual Turquía. En esta zona permanecieron hasta que la inestabilidad política provocó un nuevo éxodo hacia el siglo XV, disgregándose por el norte de África y por Europa del este. Y es que es precisamente en estos años cuando se documenta por primera vez la entrada de gitanos o romanís en el continente europeo. Desde entonces, en pocas décadas se extendieron por toda Europa, y así es como llegan por primera vez a la península ibérica.

Salvoconducto

En el año 1415 existe constancia de que el infante Alfonso de Aragón, futuro rey Alfonso V, concedió en Perpiñán un salvoconducto a alguien llamado Tomás, hijo de Bartolomé Sanno, nombrándole como indie Majoris Ethiope, discutiéndose si es este el primer caso documentado de presencia gitana en la península. La que seguro que lo es atañe ya de forma directa al Reino de Aragón, pues tan sólo una década después, y ya con este Alfonso como rey, llegó hasta la frontera pirenaica un importante grupo de gitanos liderados por Juan de Egipto Menor. Este solicitaba permiso para entrar en tierras del monarca aragonés para poder peregrinar hacia Santiago de Compostela y finalmente el rey se lo concedió aquel 12 de enero del año 1425 como muestra tal documento: «Como nuestro amado y devoto Juan de Egipto Menor […] entiende que debe pasar por algunas partes de nuestros reinos y tierras, y queremos que sea bien tratado y acogido […] bajo pena de nuestra ira e indignación el mencionado don Juan y los que con él irán […] sean dejado ir, estar y pasar por cualquier ciudad, villa, lugar y otras partes de nuestro señorío a salvo y con seguridad […]».

Algunos estudios como los de la antropóloga Teresa San Román estiman la entrada de gitanos en la península ibérica en unos 3.000, subdivididos en diversas comunidades de alrededor de un centenar de personas cada una.

No será hasta finales del siglo XV cuando comience a verse una animadversión clara hacia este pueblo, viéndose como una amenaza su estilo de vida tradicional basado en el nomadismo e incluso también como una amenaza a la religión. Así fue cuando llegaron las dos primeras leyes contra este pueblo, las pragmáticas de Madrid y de Granada dictadas por los Reyes Católicos en el año 1499, y que establecían la expulsión del reino de aquellos gitanos que no mostraran estar asentados en un lugar, tener un oficio o servir a algún señor. Aquellos que permanecieran en Castilla sin demostrar tales premisas se enfrentaban a penas de castigos como latigazos, corte de orejas, prisión e incluso esclavitud de por vida si eran reincidentes. Lo mismo ocurriría en el Reino de Aragón a partir del año 1510. Comenzaba así la historia de la represión contra los gitanos en los reinos hispánicos. 

Durante el reinado de los Austrias se alternó entre políticas de persecución, como el prohibirles cualquier actividad salvo la de trabajar en el campo, y de intento de asimilar a los gitanos junto al resto de la sociedad, realizándose incluso censos para tenerles más controlados, como el de Carlos II en el año 1695 o sobre todo el de Felipe V de Borbón, ya en 1717. Este censo iba acompañado del establecimiento de una serie de villas en las que podían vivir, estableciéndose para ello Calatayud, Borja, Daroca, Teruel y Barbastro en Aragón.

Presidios y minas

Pero sin duda, la acción más terrible fue la impulsada por el marqués de la Ensenada durante el reinado de Fernando VI, que en 1749 ordenó la detención de todos los gitanos, hombres, mujeres y niños, siendo víctimas unas 9.000 personas que acabaron en presidios y minas, aunque en una segunda pragmática el monarca ordenó su liberación.

Ya con Carlos III se regresó a políticas menos represivas aunque se llegó a barajar incluso el enviarles a América. Con la pragmática del año 1783, se les dio libertad para elegir sus oficios y desapareció la limitación de las villas en las que podían residir, pero se volvió a perseguir su cultura para tratar de asimilarla. Así siguieron las cosas hasta que a mediados del siglo XIX acabó toda persecución legal, aunque siguieron generalizados los estigmas sociales hacia este pueblo y su cultura, al que incluso tras la guerra civil se ordenó a la Guardia Civil el mantenerles especialmente vigilados en el medio rural.