Muy pocos, posiblemente ni el propio Víctor Fernández, pensaban que a estas alturas del campeonato, bien avanzado para sacar algunas conclusiones, el Real Zaragoza sería cuarto. El equipo lanzaba señales positivas por su configuración y, sobre todo, por el fichaje de un futbolista de la altura cualitativa de Pablo Aimar, pero, pese a que existía un objetivo ambicioso en la cartera, la realidad ha superado las previsiones. Se contemplaba una mejora urgente en la Liga, abandonada durante la última década, y la clasificación para la UEFA como una meta sobresaliente en el nuevo proyecto. Ahora, el ingreso por primera vez en la historia en la Champions aparece como una posibilidad sólida no sólo entre la hinchada, sino incluso en el club, que modera su discurso sin disimular un lógico entusiasmo por el trabajo bien hecho.

Se barajan muchas claves para explicar el porqué de una situación tan feliz para el zaragocismo y casi todas encajan en razonamientos sensatos, que tienen como vértice de la explicación la vuelta de Víctor Fernández y sus colaboradores. El entrenador que moldeó uno de los grandes equipos del Real Zaragoza ha regresado y con él una seña de identidad muy personal: la fe en que el espectáculo es el camino más corto hacia el triunfo. Lo aplicó en su primera etapa y, con las rectificaciones tácticas a las que obligan los nuevos tiempos, ha repetido el método.

Al cóctel, que le viene heredado en parte de la etapa de Víctor Muñoz, ha añadido una fórmula congénita a la historia de un club que para competir con presupuestos muy superiores necesita hilar fino en las adquisiciones: que en la plantilla haya jugadores con hambre por triunfar, por reivindicarse, en busca de primera o segunda oportunidad o de un ocaso que recuerde la púrpura que vivieron. Si es posible, que el menú se complete con un fuerte acento suramericano.

Sin que exista un paralelismo en el fútbol del equipo que conquistó la Recopa, aquél con más cuajo y experiencia que el del grupo actual, sí se percibe un nexo de unión en la magnitud del apetito de futbolistas que han desembarcado en el Real Zaragoza para hallar un impulso profesional o motivador a sus carreras. A principio de los noventa, Víctor fue reclutando para su causa a promesas por confirmarse, depositando su confianza en jugadores cuya interesante proyección se había estancado y peinando el mercado extranjero con puntillosa dedicación.

Esnáider, quien llegó al Madrid con 17 años como un diamante en bruto, no hallaba su lugar en el conjunto blanco y el técnico solicitó a la par su cesión y la de Juanmi, un portero muy joven a quien quiso dar de forma inmediata el testigo de un Cedrún con muchas cosas aún por decir. Aragón, después de marcar con el Madrid un gol desde el centro del campo a Zubizarreta en la Supercopa --dice siempre el malagueño que aquella genialidad le perjudicó--, comenzó una penosa travesía por el Espanyol, el Logroñés y el Valladolid hasta que el técnico aragonés le dio todos los poderes creativos. Nayim, a quien Clemente había seguido con interés en el Tottenham como posible integrante de la selección española, había emigrado a Inglaterra tras su paso fugaz por el primer equipo del Bar§a. Víctor Muñoz, por entonces director deportivo, le abrió de nuevo la puerta de la Liga española. La contratación de Fernando Cáceres al River, un central-líbero elegante y fiero, cerró un círculo casi perfecto.

Viejos guerreros

Dentro había viejos guerreros con algunas cuentas pendientes. Pardeza y Cedrún, héroes de la Copa del 86 a quienes el Madrid y el Athletic no habían dado un trato preferencial; Solana, con tantos títulos en su bolsillo como ilusión y profesionalidad a sus espaldas; Gay, un flaco y fino interior de la cantera blanca con excelente llegada; Belsué, un aragonés de pura cepa rescatado del Endesa Andorra; el pícaro Higuera o Poyet, un zancudo uruguayo que quería (y lo hizo) comerse el mundo. Víctor Fernández y los imponderables del fútbol los pusieron frente a la mesa y ellos devoraron una Copa, una Recopa y partidos memorables.

El entrenador, un cuerpo técnico con el que está ligado por filosofía y los nuevos propietarios, han coincidido en que este edificio se podía construir sobre aquel espíritu y, por el momento, la apuesta va sobre ruedas. D´Alessandro, inadaptado en el Wolfsburgo y cedido al Portsmouth, ha encontrado un nuevo lugar en el que expresar su habilidad y poder frenar tanto viaje; Diogo, sin puesto en el Madrid, corre la banda como un tren de mercancías felices; Juanfran, a una distancia considerable de ser quien fue, pone el entusiasmo de un chaval; Sergio Fernández ha ocupado el vacío abismal que dejó Aguado... Pablo Aimar es un caso aparte. Fue el fichaje más caro del Valencia, donde engordó su currículum, pero se le exigía más, y entre las lesiones, la incomprensión y un cierta tendencia al desánimo, el club levantino lo traspasó al Real Zaragoza, un caso similar al del paso de Riquelme del Barça al Villarreal. Aquí, Aimar ya ha dejado perlas que si en el Valencia podían servir para adornar, en el equipo aragonés enriquecen de una manera ingente su patrimonio diario. Mañana, aunque eluda la polémica, tiene una revancha moral.

Depredadores

Dentro de este otro círculo menos perfecionado, hay auténticos depredadores, algunos con colmillos de leche y otros con la mandíbula muy curtida. Zapater representa los valores juveniles y el ímpetu de un aragonés muy fuerte física y mentalmente, con prestaciones técnicas por explotar y la selección española al fondo de su destino inmediato. Si hay dos con gula competitiva y ansiedad por afianzarse en el escaparate internacional son los hermanos Milito. Gaby muerde y Diego, que vino del Genoa de la Segunda italiana, dispara a diestro y siniestro y todas sus balas entran en la portería. El duelo entre Ewerthon y Sergio García (exBar§a) eleva la competencia entre dos delanteros de subida en su rendimiento, con gol, rapidez y talento, ambos imposibilitados para bajar la guardia porque el territorio de uno es el del otro.

César y Celades son maduros ganadores en un escenario ideal para seguir coleccionando éxitos, y Movilla y Ponzio, dos gladiadores de corte distinto aunque siempre fiables, sobre todo el madrileño. Piqué es un gran central a préstamo del Manchester, Óscar posee el don de la clase y Lafita va robándole minutos a la fama en un ejemplar ejercicio de reivindicación. El Real Zaragoza de Víctor Fernández no es aquel Real Zaragoza homogéneo, de mayor personalidad y regularidad de la Recopa, pero le ha dotado del mismo apetito feroz en busca de un plato único, el triunfo individual al servicio de la comunidad.