En septiembre del 2003, aprovechando el vacío de poder que había en el Barça, Arsène Wenger se llevó al mejor jugador y máximo goleador del Mundial sub-17. Le prometió que apostaría por él y que juntos ganarían muchos títulos. Cumplió en parte: un mes después debutaba, al año siguiente ya era titular con el primer equipo y en el 2008 se convertía en el capitán. Pero los títulos no llegaban. En ocho años en Londres solo pudo levantar dos trofeos menores, una Community Shield y una Copa. Solo podía celebrar títulos con la selección española. Cada vez que le veían, Piqué, Xavi, Puyol, Iniesta y el resto de barcelonistas le insistían en que volviera a casa. Incluso, durante la celebración del Mundial, le embutieron en una camiseta azulgrana que parece que, por fin, podrá ponerse este verano.