Cuando solo un par de artistas españoles cobraban en dólares, María de Ávila rechazó un suculento contrato para actuar en Nueva York. Lo hizo por amor a un zaragozano, ante el que cayó rendida tras una extraordinaria actuación del Lago de los cisnes en el Principal, en 1943. El cuento de hadas fue real, se quedó en nuestra ciudad y entró a formar parte de la escasa burguesía zaragozana para la que creó una escuela de danza solo para niñas, para niñas bien.

Un pizpireto y humilde niño de Delicias, apasionado de la danza y empeñado en bailar, arrastró a sus padres hasta la exquisita escuela de doña María, y ella quedó prendada de aquel chavalín que trabajaba como nadie el eje corporal. Víctor Ullate no solo fue el primer alumno varón de María de Ávila, fue también la llave que abrió las puertas de la selecta escuela a otros muchos alumnos con los que la brillante bailarina pudo transformarse en extraordinaria pedagoga porque no buscaba cuerpos perfectos, sino armoniosos y sensibles.

DESDE FINALES de los 70 son varias las generaciones de grandes bailarines de María de Ávila que triunfan y han triunfado en los mejores escenarios de danza del mundo, hasta hacer de Zaragoza obligado referente internacional. Y ella, la maestra, que triunfó también como coreógrafa y directora de dos cuerpos de baile nacionales sin perder la ligazón con su escuela, sufrió algún que otro desprecio de rutilantes alumnos cegados por la fama.

Quizá por eso acabó siendo una persona discreta, seria y hasta distante, aunque siempre mantuvo su etérea compostura. Ver cómo uno de sus últimos alumnos, Gonzalo García, encandila y pone de pie al público del New York City Ballet, hace que se te salten las lágrimas.