Aragón suele admirar un pasado en el que hubo grandes e históricos acuerdos y recelar de un presente en el que los pactos y consensos han sido escasos (por no decir nulos) y confusos (como el del agua). Pero, bueno, esto tiene sus lecturas. Tal vez la nobleza indígena estuviera muy habilidosa en el Compromiso de Caspe, pero luego se lió la manta a la cabeza desafiando a Felipe II por aquel asunto con Antonio Pérez y después fueron todos los estados zaragozanos (aristocracia, clero y pueblo llano) los que se empeñaron en obviar cualquier arreglo con los invasores franceses que no fuera hacerles la guerra hasta el último aliento (claro que los gabachos tampoco venían con muchos ánimos de concordia ni demasiada fraternité ).

El que ahora estemos negados para el pacto es también relativo. Se acaba de firmar un Acuerdo Económico y Social de mucho interés, se está intentando cuadrar el círculo negociando un consenso hidráulico (que buena falta nos hace) y tenemos políticos (la consejera Eva Almunia, sin ir más lejos) que son especialistas en desactivar conflictos acordando arreglos in extremis. Pero sí es verdad que no tenemos muy engrasada la maquinaria del dialogo y la transacción. Por eso cuando llega la hora de cambiar los cromos siempre sale alguien con una pata de banco, sea el PP, alguien de la CHA, los médicos especialistas que quieren cobrar la exclusividad sin ser exclusivos o los propios gobiernos (presididos por el PSOE) el día que se encampanan; por no hablar de personajes imprevisibles como el eterno líder empresarial don Fernando Machín (capaz de buscarle las vueltas a un acuerdo justo cuando acaba de firmarlo).

Pero es que pactar, como todo en la vida, requiere práctica. Hay que entrenar el músculo consensuador; hay que admitir cotidianamente los pequeños pactos implícitos, y sobre todo hay que tener cierto margen de libertad y una actitud muy transparente para negociar sin traicionar y transigir sin venderse. Toda una ciencia.