La abdicación de Juan Carlos de Borbón y la proclamación como rey de España de su hijo Felipe han sido sendas operaciones de cirujía política. El bisturí de la Zarzuela se ha empleado con matemática precisión para prolongar la vida de la monarquía española mediante la transfusión de sangre joven y suturar las heridas que hubieran podido quedar abiertas tras dicha intervención, orquestada al alimón por los cirujanos generales Mariano Rajoy y Alfredo Pérez Rubalcaba.

Además de la operación en sí, de gran dificultad, pero resuelta, ya digo, con profesional pericia, fue muy importante para alcanzar su éxito la elección del momento oportuno. Justo después de las elecciones europeas y justo antes de la decisión del juez Castro con respecto a las supuestas responsabilidades penales de la infanta Cristina en el llamado caso Nóos.

Por un lado, las urnas del Parlamento europeo advirtieron a La Zarzuela de la debilitación del sistema, de la pérdida de apoyos de los dos principales partidos y de la proyección holográfica del espectro (nunca mejor dicho) político español, que, de aplicarse a las próximas elecciones generales, estaría dominado por la fragmentación de partidos en la izquierda y por el crecimiento entre ellos del sentimiento republicano.

Por otro lado, la imputación de la infanta Cristina por el juez Castro, como ha sido el caso, habría dificultado en extremo la ceremonia de proclamación de Felipe VI: al punto de que, seguramente, no podría haberse celebrado en la misma fecha en que se celebró.

La clave, por tanto, de la coronación y cambio dinástico ha estado en la sabia elección del momento preciso. Ni antes, ni después. A media legislatura, con un monarca en clara decadencia, con los partidos con la guardia baja, con el horizonte republicano todavía lejano y con la mayoría de los medios de comunicación favorables al cambio.

Como ya sucedió hace cuarenta años, con la Transición, la Corona española ha demostrado contar con un equipo de asesores relativamente anónimos, pero enormemente eficaces. Suyo --y de Felipe VI, naturalmente-- ha sido el éxito de esta segunda transición. Ahora sólo falta que el pueblo español exprese con claridad y contundencia su satisfacción. Lo han hecho sus representantes, es cierto, pero sólo con taquígrafos y escasa luz.