Elevado a la categoría de tótem/fetiche absoluto, el automóvil privado tiene obnubilado al personal. Naturalmente, al convertirse en un objeto al acceso de las masas , el coche ha perdido su carácter de instrumento liberador y de símbolo del confort. Ahora es más bien un coñazo y una molestia; pero la gente todavía no se ha dado cuenta. En España llegamos tarde a la democracia y al bienestar, por lo cual aún no hemos acabado de entender bien cómo funciona un sistema de libertades, ni hemos desentrañado los misterios de la microeconomía. Cogemos el auto bien cogido y pretendemos llegar a pie de pista o de playa en los puentes festivos, o nos empeñamos en llevar a la familia al centro comercial un viernes por la tarde o en acercarnos hasta La Romareda en día de partido. Es un ritual que nos encanta porque, ¡al fin!, tenemos coche (pero no un utilitario cualquiera, sino un coche-coche, un chisme con turbo, tracción total, ordenador y tele para los niños).

El tráfico se colapsa en Romareda, en el Actur, en las nuevas rondas, en las carreteras pirenaicas. Zaragoza es un enorme aparcamiento a cielo abierto. Incluso el campus de San Francisco ha sido ocupado por los coches; y hay vecinos de la zona que se matriculan cada año académico en una asignatura para tener el carnet universitario que da acceso al gigantesco y enloquecedor campus. Los aficionados al fútbol quieren más zonas de párking a las puertas de La Romareda, los esquiadores (y tal) pretenden subir hasta los telesillas en sus flamantes 4x4 . "Tenemos aparcamiento para 6.000 automóviles, ¡pero es que han venido 40.000" decía el otro día el director de Astún.

Perdonen que me repita, mas no veo otra solución que restringir severamente el uso del coche allí donde ya no tiene sentido. Y que la gente se entere de que los ricos ya casi no van en automóvil ni viajan en días punta porque resulta muy incómodo. Esos, en tren... y fuera de temporada.