Cuando la expedición azulgrana emergió de su hotel de Sevilla para dirigirse al estadio, el primero que enfiló camino hacia el autocar fue Leo Messi. Generalmente el último de la fila, con el paso pausado a la vera de Luis Suárez, ayer decidió ponerse al frente, como un jefe de pelotón hacia un incierto destino, porque todo parece incierto desde Anfield. ¿Un mensaje de determinación ante los suyos? No funcionó. Frente a una cita reformulada como una prueba de carácter, el equipo azulgrana deja tras de sí los cristales rotos de la derrota. La vigorosa reacción de la segunda parte no compensó la frágil puesta en escena y en el aire queda el tufo de una flagrante crisis para acabar el curso.

Messi habló y actuó antes de esta final, pero ni estos gestos del primer espada espolearon a los azulgranas. La mancha se expande. Tras la caída épica de Liverpool, no llegó la esperada resurrección. El Barça volvió a ser abatido, volvió a caer en un pozo bastante oscuro. Y con la nueva decepción, el club, en sus distintas parcelas, entra en una etapa crítica que obligará a los gestores a intervenir, quizá de una forma más dolorosa de la que anticipaban.

Carencias a la vista

El Valencia descosió las costuras deportivas de la entidad azulgrana. De manera cruda, quedaron expuestas muchas carencias. Se gastan millones y millones y las posibilidades de salir adelante en las situaciones complejas se juegan siempre a la misma ficha, la del 10. La frivolidad de traer a Boateng, de dejar la plantilla sin un 9 competitivo, ejemplifican la cojera de la plantilla, a la vista de que el delantero titular se ha puesto anticipadamente la camiseta de su selección, y la miopía de la dirección deportiva.

La junta debe convocarse a unas cuantas reuniones en los próximos días. Las cosas se han torcido en la recta final de temporada de una manera tan impensada como dramática. Ya no alivia la temporada catastrófica del Real Madrid. Y toca aclarar los contornos de su identidad. ¿Convienen obras mayores o menores? Se sabía que era un partido con más a perder que ganar. Y nadie se jugaba más que el entrenador, defendido a ultranza por la presidencia y el vestuario, ayer de nuevo tras el partido. Pero ya se sabe que en el entorno no existe tanto consenso. Falta ver el peso de esta opinión externa en su futuro.

Necesitaba Ernesto Valverde la victoria para legitimarse en el cargo a ojos de un buen número de aficionados. Quizá lo logró en una segunda mitad que habría hecho falta en Anfield. Quizá no, a la vista de un resultado descorazonador. No se creó a la conclusión el tono declarativo deprimente de Liverpool. Seguramente porque nada puede compararse a aquello. Sin embargo, a nadie escapa que en las oficinas barcelonistas aguarda un verano ajetreado. Que la camiseta a rombos no sea el único cambio de imagen del próximo curso.