Hubo una vez, allá por 1992, en que Miguel Induráin llegó a Sestrières, en otro valle alpino, tan cansado que no se tenía en pie. Francis Lafargue, que era su relaciones públicas, tuvo que hacer juegos de magia para encontrarle una silla. De este modo, el navarro atendió a los periodistas tras salvar el Tour ante la furia de Claudio Chiappucci.

Mikel Landa necesito sentarse, en un pequeño muro de protección, para hablar y para notar en aquellos instantes que más que la espalda le dolía el alma. Con muecas de dolor, pero con cara de satisfacción, porque se demostró a sí mismo que está bien y que jamás se rindió ni se entregó. Y de este modo comenzar a pensar que los dolores habrán remitido en los Pirineos.

Hablaba de satisfacción y contaba cómo había visto la subida final con un Movistar movilizado para que el camino a Alpe d’Huez no fuera precisamente de rosas. «Me dolía todo, pero en Alpe d’Huez quise olvidarme y meterme en carrera para sobrevivir al ritmo asfixiante que impuso Bernal», decía el de Murguía.

Y así, cuando quedaban ocho kilómetros para la cima, Landa decidió atacar y romper la brutal velocidad que imponía Bernal. Le respondió Romain Bardet. Los Sky no se movieron. Landa miró hacia atrás y también hacia adelante, donde se le escapaba Bardet. Comprendió que era una locura continuar con la aventura y un esfuerzo demasiado grande para su dañada espalda.

Landa veía por delante al grupo de favoritos, del que nunca perdió la referencia visual. Dumoulin luchaba contra los Sky y Bardet continuaba azotando. Por eso, cuando hubo una tregua, Landa los capturó. Y cuando faltaban 500 metros, ya menos duros, Mikel decidió ir a por la etapa. La última curva, la decisiva, la tomó mejor Geraint Thomas y por eso los ganó a todos. Pero ahí estaba, en primer plano, un combativo Landa.