El Real Zaragoza se ha hecho fuerte en La Romareda hasta límites históricos, un impulso de victorias y goles que lo han situado en zona Champions . Por contra, lejos de su estadio se derrumba con una fragilidad pasmosa, como si los huesos del alma se le quebraran al menor golpe. El contraste de rendimiento como local y visitante ha dejado de ser una anécdota y su estudio tiene formato de carrera universitaria por la aparente complejidad en la búsqueda de una explicación razonable. Lo positivo de este efecto montaña rusa es que, Copa del Rey al margen, el conjunto aragonés se mantiene estable en las competiciones, muy arriba en la Liga y con serias opciones de clasificarse para la siguiente ronda de la Copa de la UEFA pese a su reciente ataque de flaqueza en Viena, como es costumbre cada vez que viaja. Ese colchón de armonía psicológica, reforzado por los buenos resultados hogareños, no ofrece, sin embargo, la seguridad de un futuro mejorable, aunque tampoco en el horizonte se atisba amenaza alguna.

La altura que el equipo ha alcanzado en casa, con algunos partidos deliciosos y otros resueltos con más valentía que juego, es inferior a la forma en que ha tocado fondo en los desplazamientos. La tradición establece por ley que una serie de factores intangibles pero aceptados religiosamente dan ventaja a quien actúa ante su público. El Real Zaragoza es el perfecto exponente de esta liturgia para beneficio propio o de su rivales aunque éstos sean de un nivel nítidamente inferior como el Nástic o el FK Austria.

Víctor Muñoz no se ha cansado de calificar desde el primer minuto que su equipo ocupa un escalafón medio. Habría que volver al principio de las cosas, a esa insistencia del técnico en contener la euforia sin despreciar los éxitos, para hallar la raíz de una conducta de excesivos altibajos. Ese ecuador, esa línea fronteriza entre dos mundos tan lejanos como extraños la marca una plantilla corta en número e impreganda de una inmadurez que en ocasiones convierte su espíritu juvenil en un arma letal y atractiva y otras veces en veneno que paraliza el sentido óptimo para interpretar ciertos encuentros. Las rotaciones evidenciaron con estruendo la estrechez de recursos fiables, con tan sólo cuatro o cinco profesionales de cierta garantía para el relevo.

He emocionado en La Romareda por su capacidad para la reacción, por un cuarteto atacante donde la regularidad de Villa y el maravilloso repertorio de Savio despuntan incluso en los días de lipotimia. El resto del grupo titular ha dejado señales confusas, con Milito, Alvaro y Movilla, piezas imprescindibles en el tablero de Víctor, aún pendientes de convincentes gestos de jerarquía no sólo en la distancia, sino también bajo la cúpula del trueno que es el viejo estadio. Urge que el Zaragoza sea uno, porque mientras siga dividiéndose corre el peligro de que se le apodere su personalidad dominante, la de un equipo imprevisible.