Hay futbolistas, la mayoría, que fallecen de aburrimiento en un campo y matan a su afición por un puñado de lentejas y hay futbolistas que juegan para morir de felicidad y hacer que este deporte recupere la belleza que le van robando los especuladores. La escuela checa siempre invitó a ir a clase para aprender algo divertido y distinto. En sus épocas más gloriosas, salían a la pizarra Planicka, Masopust Nehoda o Panenka --¡Aquel penalti anestesiado, Dios mío...!-- y había un motivo para el asombro, una razón para imitar al maestro. Anoche, sus herederos, no sin oír de fondo la acusación de ingenuos que acompaña a quien sólo piensa en ganar, bañaron en oro a una Eurocopa roñosa. No sólo fue la remontada de los dos tantos holandeses, sino la forma en que la buscaron hasta hallarla, hasta seducirla habría que decir. Jamás, pese a los peligros del contragolpe y la amenaza de Robben o Van Nilsterooy, traicionaron su estilo armónico, valiente, vertical y romántico. De ejército loco que se descamisa para provocar a las balas y a la bayoneta mientras escribe versos a su amada, a la victoria.Se puede luchar contra la adversidad con el corazón o con la cabeza. A base de toque de corneta o de toque de balón. La República Checa atacó la portería de un gran

Van der Sar y dejó la suya en la manos de un magnífico Cech para interpretar una sinfonía de movimientos que dejó a Holanda de espectadora del memorable concierto. Fue el suyo un grandioso espectáculo ofensivo, sin un resquicio para la improvisación ni la urgencia. Poborsky, Rosicky, Jankulovski, Nedved, Heinz, Koller, Baros fueron nombres de delanteros y de artistas, de geniales intérpretes de un juego sencillo cuya tecla más importante, la única, es el gol. Puede que el título no les espere, pero ayer nos llevaron de paseo por la fantasía, y en ese viaje aprendimos que morir de felicidad es mejor que morir de aburrimiento.