No podía ser de otra forma. Después de haber visitado al cardiólogo a lo largo de toda la temporada en la Copa, la final tenía que decidirse más allá del sufrimiento imaginable. Quizás por esa costumbre al dolor, a la agonía y a los goles al filo de lo imposible en las anteriores eliminatorias, el Real Zaragoza lo superó todo para doblegar a un Madrid que empezó como una máquina y acabó bombeando balones con racanería, como un equipo vulgar y desesperado. Los galácticos fueron los jugadores de Víctor Muñoz, a quien también hay que otorgarle una porción de estrellato por la sabiduría con que ha conducido a este conjunto a un logro que tiene mucho de sí mismo, una victoria de las que se fraguan con personalidad.

La noche se hizo cerrada desde el principio porque Figo tenía apetito y se fue a cenar al costado de Toledo. Encontró la nevera abierta y a sus compañeros dispuestos a compartir el festín y el balón con una fluidez y celeridad diabólicas. Había señales de alarma, confirmadas con una vaselina de Guti, preámbulo de la falta que marcó Beckham como lo hace en los anuncios, con perfección y exquisitez en el golpeo lejano y curvo. Había más gente en Montjuïc con hambre. Savio, por ejemplo, que quería ganar como fuera este trofeo que le faltaba en su colección. En él se apoyó el equipo aragonés para soportar esos instantes de dudas, despejadas por el brasileño con un centro perfecto para Dani, otro exmadridista que soltó el gatillo sin opción para César. El empate desdibujó al Madrid por completo. No esperaba esa respuesta y no halló soluciones. Quería el título por la vía rápida y descarriló al salir de la estación del equilibrio en el marcador.

SUCESOS El encuentro se preñó de grandes y peligrosos sucesos para el Real Zaragoza, a un ritmo de vértigo que interpretó mejor que su enemigo. Guti se cruzó en el camino despejado de Villa y le hizo penalti al borde del descanso. El asturiano adelantó al conjunto aragonés, pero nada más regresar del vestuario, Roberto Carlos aprovechó otra falta directa para meter a los suyos en el partido. A balón parado reñía el Madrid, porque frente a Láinez, espléndido para despejar un cabezazo de Zidane, le era imposible.

En un minuto 65 Cani vio dos tarjetas. En lugar de deprimirse, el Zaragoza se armó de valor, de consistencia defensiva, de un compromiso colectivo sólo reconocible cuando asoma la desgracia y hay que luchar codo a codo. Aguantó el desordenado empuje blanco, teñido de impotencia frente al poderoso Milito, con Movilla distribuyendo magistralmente, con Villa regando con su sangre y su sudor la hierba de Montjuïc. Todos eran uno. Esa homogeneidad le hizo sobrevivir hasta la prórroga. En ella, Galletti sacó su corazón y se lo brindó a la afición con un gol para la eternidad.