El 10 de agosto fue una jornada muy triste en Huesca. En el día de San Lorenzo no actuaron los danzantes a las ocho de la mañana ni salió la procesión y no se celebró la misa en la basílica. Tampoco hubo almuerzos masivos de las cuadrillas de amigos ni se celebró la corrida de toros. A media tarde las calles de la capital altoaragonesa estaban casi vacías. Con los pañuelos verdes colgados de los balcones, rompían la monotonía algunas familias sentadas en las terrazas del paseo del Coso ataviadas para la ocasión, mientras numerosos coches de policía patrullaban silenciosos por las calles.

Huesca estaba desierta. Tres montañeros legendarios de Peña Guara como son Lorenzo Ortas, Manuel Avellanas y Manuel Ansón tampoco estaban ese día en su casa. Ortas y Avellanas estaban en su segunda residencia de Nocito y Nueno respectivamente, mientras Ansón hizo una excursión con unos amigos a Panticosa. Pero por la tarde se citaron en Huesca para recordar la mayor tragedia en la historia del montañismo aragonés.

«Me impresionó el silencio»

El 13 de agosto de 1995, Javier Escartín, Lorenzo Ortiz y Javier Olivar perdían la vida descendiendo del K-2 tras hacer cima. Junto a ellos murieron otros cuatro alpinistas: el canadiense Jeff Lakes, la británica Alison Hargreaves, el norteamericano Robert Slater y el neozelandés Bruce Grant. Pudieron salvar in extremis la vida en un vivac infernal a más de 8.000 metros de altura Lorenzo Ortas y Pepe Garcés, mientras desde el campamento base esperaban angustiados el milagro Manuel Ansón y Manuel Avellanas, que era el médico de la expedición y que en la actualidad es el vicepresidente de Peña Guara.

Ortas, Avellanas y Ansón se citan para tomar un café en la terraza en el Parque Miguel Servet de Huesca el que hubiera sido el día grande de sus fiestas. Como leyendas del deporte oscense, no pasan desapercibidos y reciben el saludo de algunos ciudadanos que les recuerdan que queda poco para que llegue el recordado 13 de agosto de 1995.

«Parece que el tiempo ha pasado muy rápido, pero hemos hecho muchas cosas desde entonces», explica Ortas, que reconoce que pese al tiempo pasado recuerda todo como si fuera ayer. «Lo del K-2 fue una cosa muy fuerte que nos dejó mucha huella. Durante muchos años me acordaba cada día hasta que de pronto te das cuenta de que hace días que no te acuerdas y la vida sigue. Todos nos hemos acostumbrado a las ausencias, pero los recuerdos siguen muy vivos en mi cabeza», reconoce Ortas.

Peña Guara no ha querido recordar aquel trágico momento. Había poco que conmemorar de uno de los momentos culminantes del alpinismo aragonés junto a la conquista del Everest en octubre de 1991. «Decidimos que no se hacía nada porque no había nada que celebrar como si hubiéramos ascendido a una montaña», reconoce Manuel Avellanas.

Aquellos Sanlorenzos de hace 25 años fueron tan tristes como los que se viven ahora, pero por otro motivo muy diferente. «Regresamos a Huesca el 21 de agosto. Me impresionó el silencio sepulcral que había en la Plaza de Navarra. Lo más duro fue el encuentro con los familiares que te están esperando y los de los que no han vuelto», reconoce Avellanas.

Todo fue mucho más duro puesto que hasta tres días después de su desaparición no se supo la identidad de las siete víctimas. «Dio la noticia un alpinista que estaba en el Broad Peak y que tenía un teléfono satélite no legalizado. Comunicó que había entre ellos tres españoles», indica Avellanas. Huesca se llenó de incertidumbre y preocupación en la tensa espera. «Se sabía que había pasado algo. La entrevista habría que haberla hecho a las familias que vivieron la incertidumbre y que hacían quinielas adivinando quién había muerto», apunta Ortas. Al final Peña Guara decidió mandar a Pakistán a Toño Ubieto para saber lo que había pasado.

En aquellos tiempos los siete aragoneses estaban incomunicados del mundo exterior. «No había previsión del tiempo ni comunicación directa con nuestros países. Había un teléfono satélite de los neozelandeses que era muy caro y se estropeó. Nos comunicábamos brevemente con nuestras familias una vez a la semana», explica Manuel Ansón. Entonces existía la figura del mail runner, que «era un porteador que se hacía funcionario de correos que iba todo lo deprisa que podía. A veces le entregábamos tres cartas a la vez».

El comienzo de todo

Al final las cartas tardaban en llegar a España diez o doce días y las familias ya estaban mentalizadas de que no iban a ver a sus héroes en al menos dos meses. «Ya sabían que la cosa era así. Ahora es todo más estresante porque si vas por el monte con un móvil y no llamas se monta la de Dios», reconoce Avellanas. Además, tampoco había previsiones meteorológicas. «Esperabas que la montaña se limpiase de avalanchas. Veías el barómetro, la evolución de las nubes y poco más», subraya.

La expedición al K-2 fue la culminación de una evolución lógica que comenzó en 1977 con la expedición al Baruntse y que continuó con la conquista del primer ochomil de Aragón, en 1983, que fue el G-I, y los ascensos al Everest y Nanga Parbat. Fue un trabajo de equipo entre compañeros de Peña Guara y Montañeros de Aragón. «Nos juntamos tres generaciones de montañeros muy buenos y cuando vimos por primera vez el K-2 nos impresionó. Era la alegría de vivir un sueño por el grupo de gente que íbamos y el sitio donde estábamos», explica Ansón. En este grupo de amigos no había un jefe de expedición. «No había nadie jefe de nada. Aunque oficialmente era Pepe Garcés, que era el que pidió el permiso y fue él quien formó el grupo», explica Ortas, si bien también estaba Javier Escartín, una persona que tenía «un talento especial para la montaña». «Era muy fuerte, muy seguro y organizado y tenia muy claras las cosas. Su opinión se respetaba mucho», confiesa Ortas.

Lorenzo Ortiz era la figura emergente del nuevo montañismo y en el campo base del K-2 cumplió 30 años el 10 de agosto. «Estaba especialmente dotado para la montaña y la escalada. Subió el Nanga Parbat y abrió vías de escalada en la Patagonia y el Karakorum, pero era capaz de trabajar en equipo», reconoce Ortas. Por su parte, Javier Olivar era un hombre de una fortaleza extrema como demostró siendo guarda del refugio de Góriz. «Tenía un carácter reservado y no decía nada, pero no paraba de hacer cosas. Era el manitas», recuerda Ortas.

Ansón llegó al grupo gracias a su amistad con Garcés. «El año anterior me dijeron si quería ir al Nanga Parbat. Conocía a Pepe y escalé con Ortiz. Con el resto la relación fue muy fácil», reconoce Ansón, un profesor de inglés nacido en Zaragoza, pero que lleva muchos años viviendo en Huesca. «Manuel es muy callado y reservado y era un alpinista de prestigio que había hecho escalada de dificultad en los Andes. Era un buen refuerzo», indica Ortas.

Situación límite por el viento

Los seis alpinistas, con Avellanas a la espera, partieron el 11 de agosto hacia la cima del K-2, pero al llegar a 7.200 metros Ansón decidió retirarse. «Era mi primera expedición a más de 7.000 metros, no me veía capaz de seguirles y decidí darme la vuelta. Iban todos muy bien, las condiciones eran favorables y no quería entorpecer al grupo. Le pasé parte del material a Lorenzo Ortiz para que lo llevara al Hombro (una zona del K-2)», recuerda. Además, a Avellanas le extrañó que el día de ataque a cima había unas nubes en la parte baja de la montaña. «La calima era horrorosa y el barómetro muy alto. Además, hacía un viento que tiraba las tiendas», rememora.

Todos menos Lorenzo Ortas partieron desde el Hombro a 8.000 metros al ataque a cima el 13 de agosto a las 12 de la noche. «Quedaron con el grupo de neozelandeses que venían desde otra ruta. Pero Pepe Garcés no llegó al Cuello de Botella y enseguida regresó al tener problemas en los pies», puntualiza Ortas.

Ortiz, Escartín y Olivar ascendían lentamente y acumulaban un gran retraso. «Iban muy lentos, a 50 metros cada hora. Querían bajar, pero se animaban y cada vez que hablábamos con ellos estaban más altos». Al final culminaron los 8.611 metros a las seis y media de la tarde, una hora poco temprana. «La última vez que hablamos con ellos fue en la cima y les dijimos que tenían que bajar ya», recuerda Avellanas. Tras una ascensión con una climatología benigna se desencadenó la tragedia. «En la cumbre no había viento y subió poco a poco por una chimenea que envolvió la montaña. Fue una trampa perfecta», explica Ansón.

Pepe Garcés y Lorenzo Ortas estaban esperando dentro de la tienda somnolientos haciendo agua esperando que llegasen sus compañeros y cuando se hizo de noche empezó a soplar el aire. «Las rachas de viento rompieron la tienda de Pepe y este se metió en la mía. Entre racha y racha nos dormíamos. Al final nos quedamos sin tienda sentados al raso esperando que amaneciera», describe aquellos momentos dramáticos en lo que fue un sálvese quien pueda. «Tan apurados estábamos que ni nos dio tiempo a pensar en los de arriba. La situación nos decía que cada uno se apañara como pudiera, que bastantes problemas teníamos en sobrevivir», reconoce Ortas. Tras el amanecer Garcés y Ortas emprendieron el descenso al campamento base. A su búsqueda acudió Ansón. «Les acompañé moralmente porque no necesitaban ayuda física. Ellos ya se olían lo que había ocurrido arriba», apunta.

Con esa tragedia acabó un ciclo de esfuerzos conjuntos de varios clubs de Aragón. «Se había roto una época. Después se empezaron a enfocar las expediciones de otra manera y ya no había el espíritu de equipo de antaño. No trabajo yo para que subas tú, sino para hacerlo yo», sentencia Ortas.