A la masacre de Peterloo se la conoce como la versión británica de Tiananmen: el 16 de agosto de 1819, en la plaza de St. Peter’s Field, en Manchester, las fuerzas de caballería del gobierno irrumpieron con sus sables en una manifestación pacífica de más de 60.000 personas que exigían reformas políticas y protestaban contra la pobreza. La quincena de manifestantes que murieron y los más de 650 que resultaron heridos la convierten en el enfrentamiento político más sangriento en toda la historia británica. La atrocidad contribuyó a la aceleración del sufragio, un derecho del que por entonces solo gozaba el 2% de la población.

El director Mike Leigh creció a solo unos minutos del lugar del suceso, y a pesar de ello creció sin saber acerca de él. «No lo enseñan en los colegios británicos», lamenta. Y remediar esa circunstancia parece ser el principal motivo por el que ha rodado Peterloo, que ayer presentó a concurso en la Mostra.

Desde el primer plano, la película está más interesada en la búsqueda de la eficacia didáctica que en la de la complejidad dramática. Se compone de secuencias en las que o bien la corrupción gubernamental y judicial se manifiesta de la forma más explícita o bien se escenifican largas discusiones entre los impulsores de la protesta en las mismas ideas -sobre la necesidad de cambio, sobre la importancia histórica de lo que vemos- se repiten de forma idéntica una y otra vez.

Tanto por esas escenas como por el sentimentalismo al que recurre en el clímax dramático, Peterloo podría confundirse con una película de Ken Loach de no ser porque, en lugar de la visceralidad por la que suele apostar su compatriota, aquí Leigh en todo momento narra desde una solemnidad algo acartonada. Leigh, por supuesto, discrepa. Lo que su película cuenta, recuerda, está de plena actualidad: «Habla de las diferencias entre los que abusan de su poder y los que son víctimas de ese abuso».