Aragón se ha incorporado a la Fundación Dieta Mediterránea, lo que es una buena noticia. Como la propia existencia de este organismo, a pesar de que algunos de los patronos, empresas agroalimentarias, no parezcan favorecer precisamente esta dieta, pues como se afirma en su página web «es una valiosa herencia cultural que representa mucho más que una simple pauta nutricional, rica y saludable. Es un estilo de vida equilibrado que recoge recetas, formas de cocinar, celebraciones, costumbres, productos típicos y actividades humanas diversas».

Conocida es su pirámide alimentari, que sitúa en la base los alimentos de mayor consumo y en la punta aquellos que deberían ser esporádicos, como la dulcería, las carnes rojas y las procesadas, las patatas, etc. A la que han incorporado últimamente la actividad física diaria, el descanso o la convivencia.

Pues una dieta, ésta al menos, no es un mero listado de alimentos, con una frecuencia determinada de consumo. Es un estilo de vida, una forma de entender la alimentación como necesidad, pero también como placer compartido. Y esto, lamentablemente, parece ir a contracorriente de los tiempos.

Esta dieta se descubrió analizando hábitos alimenticios de países «pobres», algo que nadie quiere ser ya. Tras siglos de hambre ansiamos comer carne todos los días; evitamos cocinar y acabamos en manos de los alimentos procesados, diseñados para generar satisfacción inmediata y una cierta adicción; generamos horarios absurdos, sin tiempo para disfrutar del placer de la mesa…

El mal entendido progreso resulta incompatible con esta saludable dieta. Paradojas de un sistema alimentario que a la par que proclama defender la salud, permite enormes disfunciones que, por ejemplo, han colocado la obesidad infantil española entre las primeras del mundo.

Quizá habrá que hacer caso a aquel escritor y no comer nada que no degustara nuestra abuela.