Fernando García de Cortázar (Bilbao, 1942), es uno de los más prestigiosos y reconocidos historiadores de España, galardonado con el Premio Nacional de Historia en 2008. Con más de setenta libros y cientos de artículos publicados, acaba de presentar un nuevo e interesante trabajo: Católicos en tiempos de confusión (Ediciones Encuentro), en el que García de Cortázar reivindica el humanismo de la tradición cristiana para el fortalecimiento de las ideas de libertad, justicia social, progreso colectivo y conciencia histórica, propios de la civilización occidental.

-¿Tiene nuestra sociedad actual un carácter lo suficientemente humanista como para que se vislumbre un futuro de esperanza?

-El cristianismo es, para muchos de nosotros, una creencia religiosa. Pero, para muchos agnósticos que desean revertir la abdicación moral de nuestra época y llenar el inmenso vacío intelectual en que nos encontramos, el cristianismo es un orden de valores en los que se ha ido asentando el carácter de nuestra civilización. Nuestra actual crisis ha tenido como consecuencia la renuncia a una tradición que nos da significado y la pérdida del largo aliento espiritual sobre el que se han construido los derechos de todos, la dignidad inviolable de cada persona, la integridad de cada vida humana. Urge recuperar el humanismo cristiano que permita alimentar la esperanza en un futuro más igualitario y fraterno.

-¿Cree que la actitud hasta ahora manifestada por la Conferencia Episcopal Española trasluce un compromiso firme en la defensa del Estado de Derecho y el ordenamiento constitucional?

-Las declaraciones, en general de la Iglesia y también de la Conferencia Episcopal Española suelen tener una gran dosis de ambigüedad cuando se trata de la defensa de un Estado y una Constitución que algunos eclesiásticos impugnan. El nacionalismo catalán ha venido aplaudiendo toda manifestación del clero a favor no sólo de la defensa de la apreciable identidad de un pueblo sino incluso de que esa identidad solamente pueda realizarse mediante la liquidación de España. Pero cuando la Conferencia Episcopal Española ha defendido el bien común de la unidad de los españoles ante el grave riesgo de su fragmentación, los independentistas catalanes han puesto el grito en el cielo. Entonces es cuando le han exigido silencio a la Iglesia.

-Iglesias en Cataluña lucen lazos amarillos en sus fachadas y en muchas plazas se han colocado cruces (símbolo de los cristianos), en solidaridad con los políticos presos. Y la Iglesia ha guardado silencio ¿Qué reflexión le merecen estos hechos?

-El nacionalismo como hijo del carlismo, prendió con fuerza en las zonas donde se atrincheraron las fuerzas contrarias a la España constitucional. Donde hubo carlistas, se dice, hubo curas y hay independentistas. Y la imagen del cura trabucaire, fanático, antiliberal y asilvestrado está muy presente en la literatura española. Y se repite en zonas del interior de Cataluña. Algunos pensamos que la Iglesia debería abandonar su vieja teoría que atribuye una misteriosa importancia espiritual a eso que llamamos «naciones o nacionalidades» y la que propone que el derecho de autodeterminación de los pueblos es una exigencia ético-política y religiosa evidente. La Iglesia en Cataluña es muy nacionalista y por ello la jerarquía ha guardado silencio ante los desmanes independentistas de su pueblo.

-El ya endémico conflicto entre educación pública y privada y entre educación pública y religiosa ¿no cree que es también la propia Iglesia la responsable de que no se haya todavía resuelto y superado?

-Tenemos que tener claras las ideas y evitar la demagogia que se cuela con facilidad en la discusión sobre la enseñanza. La educación es un servicio público y tiene que ser garantizada por el Estado pero la iniciativa, la gestión deben ser sociales. La Iglesia como agente social y, en España, con una larga trayectoria educativa, más que la del propio Estado, puede ejercer su actividad docente mientras sea reclamada por la sociedad. Otra cosa bien distinta es que la Iglesia se empeñe en hacer de la asignatura de la religión una pura catequesis para creyentes y no utilice esa disciplina como elemento cultural indispensable en una formación humanista de los alumnos. Y también se debe manifestar con claridad que no todas las religiones han tenido la misma relevancia en la formación de nuestra cultura.

-¿Por qué la Iglesia tiene tantos problemas en explicar que sus valores han sido la base de la civilización occidental?

-A lo largo de su historia la Iglesia no ha sido un adalid de las libertades y la democracia, por lo que los eclesiásticos no saben ni lo han sabido nunca que, paradójicamente, el mensaje evangélico está en el origen del caminar del hombre en busca de la igualdad y su liberación. Ahora que conmemoramos el 70 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos debemos recordar que en cada uno de los principios promulgados en 1948, resuena un mensaje que los cristianos no hemos dejado de llevar al mundo desde que se enunció por vez primera en palabras de Jesús hace veinte siglos.

-¿Cuáles son los principales retos que la Iglesia y los cristianos habrán de afrontar en el presente y el futuro inmediato?

-Los católicos hemos de recobrar nuestra responsabilidad ante lo que está ocurriendo. No debemos limitarnos a dar consuelo a las vÍctimas de la injusticia, apoyo a quienes sufren la miseria o atención a los marginados. Nos corresponde proclamar que nuestra idea de la dignidad del hombre nos exige denunciar el escándalo de la pobreza. A nosotros nos atañe la denuncia de lo que tanto ha empobrecido materialmente a los ciudadanos. A nosotros se nos exige que alcemos la voz para manifestar que es nuestro cristianismo no cualquier forma de solidaridad o cualquier impulso compasivo el que nos compromete en la defensa de los seres humillados y en la rehabilitación de una sociedad desguazada en los valores que la constituyeron. Nos corresponde regresar al espacio público, a la arena política, al conflicto social, a la tierra en la que el cristianismo durante veinte siglos no ha dejado de dar la voz de alarma justa, la palabra adecuada de consuelo, el grito de escándalo ante el atropello.