Si los clásicos son para el verano, bueno es celebrar que el primer día de agosto se cumplieron 200 años del nacimiento de Herman Melville en Nueva York y repasar las novedades editoriales que ha propiciado la fecha. Pero también intentar ofrecer algunas pistas de por qué las creaciones del padre de Moby Dick siguen hablando de tú a tú al lector actual. Por qué merece la pena enrolarse en la lectura del que ha sido considerado el libro más raro del mundo o comprender, como intentamos comprendernos a nosotros mismos, a seres tan dolientes y contradictorios como Ahab, Bartleby o Billy Bud. Y no, decididamente no, la historia de la ballena blanca, por si alguien tenía alguna duda, no tiene nada de infantil. Este no es un libro para niños.

¿PERO ESTO QUÉ ES?

Lo dijo Borges. Empezamos a leer Moby Dick y creemos que se trata de un libro más bien costumbrista sobre cazadores de ballenas. Luego paulatinamente nos damos cuenta de que aquello es algo más. Que hay un tipo obsesivo-compulsivo empeñado en cazar a la madre de todas ellas. Es una historia de locura. Pero no solo eso. Porque entonces nos vemos obligados a ampliar el foco mientras la prosa participa del enloquecimiento. Y ahí, en ese relato sobre el bien y el mal, cabe el universo entero sin que sepamos muy bien si es Ahab, el capitán, el diabólico o si lo es la fantasmal ballena blanca.

¿De qué va Moby Dick? Bien, mejor sería preguntarse de qué no va. Porque además de la historia de la caza por todos conocida, Moby Dick es además una crónica viajera, un libro filosófico, un tratado sobre cetáceos, una reescritura poética de la Biblia con ecos shakespearianos, un ensayo metafísico... La cultura popular, a golpe de cuentos infantiles, películas, lo ha transformado también en un mito pop y ahí tenemos a Starbuck, el contramaestre del Pequod, el barco de Ahab, dando nombre a la popular cadena de cafeterías.

NO ESTABAN PREPARADOS

3 Más difícil lo ha tenido en el reconocimiento el padre de la criatura, Herman Melville, que llevó una vida de sueños y penurias como autor que solo aliviaría una muerte oscura (en su tumba llegaron a equivocar incluso el nombre de pila). Melville, el gran desconocido, se fue sin saber que había escrito Moby Dick, es decir, la gran novela americana. En su momento triunfaron sus primeros libros inspirados en sus viajes de juventud hacia Inglaterra y los mares del Sur (Taipi, Omu, Redburn y Chaqueta Blanca, publicados por Alba los tres últimos), pero no precisamente su obra maestra, repudiada por gran parte de la crítica. ¿Cómo pudieron ser tan miopes los que la juzgaron entonces? La respuesta hoy generalizada es que en 1851, cuando apareció, no estaban preparados para aceptar recursos hoy tan habituales y comunes como la narración fragmentaria, la mezcla de estilos, la suntuosidad imperfecta y el exceso delirante de la novela, tan bien comprendido unas décadas más tarde. De ahí que Moby Dick solo empezara su camino hacia el estrellato en la década de los 20 del pasado siglo, significativamente cuando el huevo de la serpiente del fascismo empezaba a incubarse. Fue entonces cuando su figura oscura, casi trágica, empezó a crecer hasta hacerse gigante.

UN SÍMBOLO ES UN SÍMBOLO

Y claro, había que leer la novela intentando mirar más allá. Ya se ha hablado del bien y del mal. Eso estaba implícito. El autor no era nada creyente, pero recibió de su madre una severa educación protestante que evidentemente se filtró en su tono mesiánico. El propio Melville llegó incluso a advertir desde el interior de la novela que aquello no podía leerse bajo una interpretación simbólica: «Se podía desdeñar a Moby Dick como una fábula monstruosa, o cosa aún peor y más detestable, como una insoportable y repulsiva alegoría».

Borges, hábil lector, sugiere que Melville no lo dice tanto para rechazar como para llamar la atención. Sea como fuere, hoy es inevitable que la figura de Ahab también sea interpretada como un trasunto del imperialismo o, más modernamente, como una fábula ecológica sobre la autodestrucción humana. En su momento, salvad a las ballenas era del todo incomprensible.

INTUIR EL PORVENIR

Poco después del rechazo de Moby Dick, Melville contrataca con Pierre o las ambigüedades, que es aún peor recibida que la anterior. Sigue escribiendo y cruza directamente el puente que le llevará en pleno siglo XIX a la literatura del siglo XX con un relato de esos que no se olvidan. Bartleby, el escribiente. Ya saben, ese cuento, que siempre suele venir a colación en los artículos de opinión en relación a los políticos que se limitan a verlas venir: «Preferiría no hacerlo». Lo dice una y otra vez el personaje titular mientras se deja arrastrar en la más desolada inacción. Hoy es un eslogan de camiseta con un renovado significado: «No quiero formar parte del sistema». Pero en el original iba más allá, es un intento de explicación anterior a Freud de la angustia que marcará al hombre contemporáneo. ¿Lo intuía ya entonces Melville?. En todo caso, Franz Kafka recogió el testigo.

HOMBRE FRENTE A HOMBRE

Los últimos 20 años de su vida, Melville abandonó prácticamente la escritura (prefirió no hacerlo) y, acuciado por las deudas, aceptó un oscuro empleo en la aduana del puerto de Nueva York. Pasaron los años y en 1924, preservado en una caja metálica de galletas, apareció el manuscrito de su último trabajo, Billy Bud, marinero, para ofrecer una nueva luz a un aspecto, digamos controvertido, del autor: su posible homosexualidad.

En la cuarta temporada de la serie Los Soprano, Carmela, la esposa de Toni, comenta con sus hijos esa novela (ha visto la película, con Terence Stamp) y se sorprende de que pueda considerarse una historia gay (su convicción se tambalea, ¡ay!, cuando recuerda que Stamp protagonizó Priscilla, la reina del desierto). Billy Budd, como bien le explica su hijo Meadow, es la historia de un guapo -muy guapo- muchacho enrolado en un barco militar a quien un superior hace la vida imposible a causa del desprecio que le causa la -encubierta- atracción que siente por él.

EL SINO DEL EXCESO

Pero hay más indicios homoeróticos en la literatura del autor. Sin ir más lejos, el encuentro de Ismael, el narrador de Moby Dick, con el tatuado arponero Queequeg. «Podría pensarse que yo era su esposa», dice el marinero. O la ardorosa carta que Melville, casado cuatro años atrás, le envía a Nathaniel Hawthorne, el autor de La letra escarlata y feliz padre de familia: «¿De dónde vienes Hawthorne? ¿Con qué derecho bebes de mi botella de la vida? Y cuando me la pongo en los labios, ¡mira!, son los tuyos, no los míos». Es cierto que Melville admiraba mucho a Hawthorne como autor, pero la temperatura de la declaración es del todo excesiva.

El exceso es la seña de identidad que más cuadra a Melville. Excesivo, agónico, neurasténico, apocalíptico, tremendo... precisamente por eso sus libros conectan a la perfección con lo que somos más de un siglo después. ¿Alguien dudaba que los clásicos lo son porque nunca acaban de decir lo que tienen que decir?