Durante 10 años, San Valero se había convertido en ese día en el que los músicos salían a la calle a reivindicar cosas tan simples, por ejemplo, como un lugar para ensayar o poder acceder a los centros municipales para dar conciertos. Daba igual el frío que hiciera que los grupos copaban el centro de la ciudad para protestar actuando bajo el sello de Roscón Rock. Es cierto que la idea, como siempre pasa con casi todo, se fue diluyendo hasta que en el 2015 ya no se realizó tras el agotamiento del que se había quedado como único organizador, Carlos Morte. Han pasado siete años de aquello y ya nadie se pregunta si va a haber Roscón Rock, si va a volver la iniciativa y, lo que es peor, aquello casi ha pasado a formar parte de las batallitas de algunos, «un año hasta se apuntó Amaral»...

Las salas de concierto llevan, si nos ponemos rigurosos, desde el mes de julio sin ofrecer ningún concierto ya que el ocio nocturno está clausurado desde que explotara en Aragón la segunda ola y no conviene olvidar que, en realidad, llevan sin programar en condiciones desde el mes de marzo. Cuando digo en condiciones, me refiero a conciertos con un aforo normal (si es que alguien entiende la normalidad hoy en día) y con gente que pueda levantarse de sus asientos.

Cuando un proyecto cultural se cancela es prácticamente imposible volver a levantarlo y las hemerotecas están llenas de ejemplos claros, festivales supuestamente con fuerza que se volatilizaron un año con promesas de vuelta que nunca se produjeron, reformulaciones de las propuestas que no llegaron, ciclos de música o incluso de cine que quedaron anclados en el olvido e incluso hasta convocatorias de premios de las que ya nunca más se supo.

La pandemia, desde luego, no solo está afectando a la cultura pero cuando un sector lleva tambaléandose muchos años cualquier pequeño terremoto puede acabar derribando la pequeña casa que se había construido. Y el problema es más grave de lo que a priori pueda parecer porque ya no estamos hablando de meses de salas cerradas (es cierto que gracias a la sala Mozart del Auditorio de Zaragoza reconvertida prácticamente en sala Multiusos ahora aún se puede ir a conciertos que se programaban en las salas) sino que estamos en serio peligro de que la nueva normalidad (esa a la que todos queremos llegar pero que nadie sabe todavía cómo va a ser) implique que no haya salas de conciertos, que las actuaciones en vivo sean algo a lo que sea difícil de acceder o que algo tan estimulante para el alma como compartir vivencias en la calle alrededor de la música entre cientos de personas ya ni siquiera esté en el imaginario colectivo.

Lo que no se ve, (desgraciadamente) no existe. Lo saben bien los niños, solo disfrutan de lo que está en su campo de visión y cuando estamos cerca de cumplir un año desde que se desatara esta pandemia, corremos el serio peligro de que todo lo que había conseguido configurar un rico ecosistema cultural aragonés salte por los aires. Pero ya no por los problemas económicos y cierres, que los hay y los seguirá habiendo ya que la situación es complicada, sino porque acabe calando en el imaginario colectivo que ya no hay salas de conciertos o ideas tan absurdas como que no es necesaria la música en vivo. Espero que no lo consintamos y que esto sea solo un mal sueño. Sí, demasiado largo, pero soñemos con que solo sea un sueño. Como el que tuvieron los músicos que levantaron el Roscón Rock para mostrar su descontento y para pedir mayor visibilidad para la escena musical aragonesa. Y que ya poca gente reivindica.