Las sesiones de The division bell, el último trabajo de estudio de Pink Floyd, en 1993, tenían su lado oculto: horas y horas de música grabada, mayormente instrumental, que mostraban a un grupo más interesado en revivir su sonido progresivo, planeador, de los años 70 que en construir canciones para ocupar el hit parade. Una selección de aquellas sesiones, 18 composiciones que duran 52 minutos, enriquecidas con nuevas pistas grabadas por David Gilmour y Nick Mason con un amplio equipo de colaboradores. Es, ahora sí, el último disco de Pink Floyd, su punto y final, o así lo ha anunciado Gilmour.

The endless river, que ha salido esta semana a la venta, puede agradar a los fans de la versión clásica de Pink Floyd, la de las piezas ambientales, envueltas en los teclados místicos de Rick Wright, de ritmos apaisados y construcciones catedralicias. No muestra perfiles inéditos del grupo, ni desvela inquietudes electrónicas fruto de la amistad del grupo, en los 90, con The Orb, como se insinuó. Suena impepinablemente a Pink Floyd, y lleva a la cabeza momentos icónicos de principios de los 70, como el álbum Meddle y piezas como Echoes, de Wright.

El teclista, fallecido en el 2008, es un sigiloso protagonista del disco, y su firma aparece en la autoría de 11 de las canciones, tres de ellas en solitario. El otro polo compositivo es Gilmour, que ha llevado, además, las riendas de la producción junto con Phil Manzanera (el exguitarrista de Roxy Music), el repescado Andy Jackson y Youth (bajista de Killing Joke, responsable de grabaciones de The Verve, Embrace y otros grupos). Alimenta, más si cabe, los aires de elegía que envuelven el disco la ausencia de Scott Thorgerson, responsable, solo o con sus colegas de Hipgnosis, del diseño gráfico de la mayoría de álbumes de Pink Floyd, y que murió el año pasado. El concepto plástico de The endless river, onírico y melancólico, corre a cargo de su colega de equipo Audrey Powell y del egipcio Ahmed Emad Eldin.

PODER ESPIRITUAL El disco se abre con Things left unsaid..., título que apunta hacia la voluntad de Gilmour y Mason de terminar un diálogo que había quedado abierto. Dan la bienvenida los teclados de Wright con una neblina ambiental que deriva en unos planos cósmicos, con notas aéreas de guitarra, en la transición a la siguiente pieza, It's what we do. Las canciones se suceden sin pausas, encadenando secuencias majestuosas (la épica secuencia de Sum y Skins) y buscando planos emotivos en Anisina, que acoge un solo de saxo que no corre a cargo de Dick Parry, empleado histórico grupo, sino del israelí Gilad Atzmon. Sí que intervienen otros músicos asociados en el pasado a Pink Floyd, como Guy Pratt (bajo) y el productor Bob Ezrin, así como la cantante Durga McBroom, que se hace oír en tres piezas. Aunque la voz más asombrosa es la del científico Stephen Hawking, que irrumpe sampleada, con un tratamiento electrónico, en una pieza titulada Talkin' Hawkin.

La arquitectura tradicional del grupo se muestra en la vigorosa Allons-y y, en el clímax del disco, Louder than words, donde irrumpe, por fin, la voz de Gilmour, arropada por una masa coral con reflejos espirituales. "Son más fuertes que las palabras / las cosas que hacemos / Es más fuerte que las palabras / la manera en que las desplegamos". Mensaje que parece apelar enigmáticamente a la energía latente que ha impulsado a Pink Floyd durante cerca de cinco décadas, más allá de los silencios y, quizá, de su propia liquidación. Así culmina The endless river, el disco que, según parece, escribe el último capítulo de este grupo fundamental, que llevó la experimentación en el rock a los estadios, y que Roger Waters, ausente en esta operación, pretendió liquidar, ingenuamente, en 1983 con The final cut.