Pocas imágenes generadas en el contexto del cine moderno son tan icónicas como los pies de Ewan McGregor golpeando la acera al ritmo frenético de los baquetazos del Lust for Life de Iggy Pop. Es, en efecto, la primera escena de Trainspotting (1996), una de las películas definitorias de la década de los 90. Tan definitoria que su memoria merece ser honrada, y la mejor forma de hacerlo sería dejarla en paz. Por supuesto los motivos que justifican la existencia de T2 Trainspotting, presentada ayer fuera de concurso en la Berlinale, son mucho menos románticos.

Así que aquí estamos, descubriendo qué ha sido de las vidas de aquellos cuatro jóvenes heroinómanos de Edimburgo a pesar de que en este tiempo la mayoría de nosotros nunca nos lo preguntamos. Parcialmente basada en Porno (2002), la secuela literaria que Irvine Welsh escribió de su libro más célebre, T2 cuenta un relato de reconciliación, venganza y traición que posee cierto morbo por motivos ajenos al relato mismo: la ruptura de la amistad y la sociedad profesional entre McGregor y el director Danny Boyle después de que el segundo reemplazara al primero de forma poca ceremoniosa por Leonardo DiCaprio al frente de La playa (2000). Lo que no posee es una narrativa particularmente dinámica, en buena medida porque en esta nueva aventura los protagonistas están limpios —o casi— y mayores, y Boyle no encuentra nada en lo que hacerles ocupar su tiempo más que ir de un lado para otro y reñir.

Veinte años de haber dejado el país llevándose consigo un botín que debería haber repartido, Renton vuelve a casa convertido en otra persona -—como vemos al principio de la película, ya no corre delante de la policía sino en la cinta de step de un gimnasio—. Los motivos que le llevan a regresar son algo que Boyle y el guionista John Hodge no creen necesario aclarar. Al llegar descubre que Sick Boy (Jonny Lee Miller) es propietario del ruinoso pub de su tía y se dedica a extorsionar empresarios con una prostituta búlgara; Spud (Ewen Bremner) sigue siendo un adicto, y Begbie (Robert Carlyle) sigue siendo un psicópata.

En su intento de posponer todo cuanto sea posible la reunión del cuarteto al completo, Boyle y Hodge abren varios caminos narrativos —relacionados con problemas conyugales, ambiciones literarias, fondos de ayuda de la Unión Europea y toda una serie de giros argumentales cada vez más absurdos— sin dejar que ninguno llegue a tomar rumbo.

UNA MIRADA ATRÁS / En el proceso T2 insiste una y otra vez en la idea de que la nostalgia es una trampa a evitar. El problema es que, mientras lo hace, se limita a funcionar a modo de álbum de grandes éxitos. Boyle constantemente echa la mirada atrás hacia la primera película y no pierde una sola oportunidad para tomar prestadas de ella imágenes y canciones. También usa las mismas técnicas formales: ritmo trepidante, planos congelados pantallas partidas, palabras sobreimpresas en pantalla y cierta histeria visual general. En otras palabras, una estética que en 1996 era nueva e increíblemente estimulante, y que hoy día lleva años pasada de moda.

Es cierto que Trainspotting no era una película particularmente profunda, pero al menos sí incluía cierto comentario sociedad británica de su época y alguna reflexión afilada sobre, por ejemplo, hasta qué punto la vida del adicto es tan conformista como la normalidad que pretende rechazar. T2 deja claro desde el principio que no tiene nada que decir.

Dicho esto, es perfectamente probable que aquellos fans que sí hayan estado esperando dos décadas para volver a saber de Renton y compañía no necesiten más que volver a verlos metiéndose o haciendo trapicheos o sufriendo el mono para sentirse perfectamente complacidos.