El pianista dominicano Michel Camilo actuó, si la memoria no me falla, en Zaragoza un 16 de noviembre, tal vez en que fue su último concierto en la ciudad. Hasta el viernes pasado, claro, otro 16 de noviembre (el destino es caprichoso), que subió al escenario de la sala Multiusos del Auditorio de Zaragoza como si el tiempo se hubiera detenido. Para bien, vaya. O sea: detenido el tiempo, pero no el tempo, pues Camilo sigue siendo el pianista más rápido de las grandes llanuras del jazz. Con una ventaja sobre otros intérpretes: que la velocidad de ejecución nunca le resta sentimiento.

Camilo es rápido, pero también exuberante, con un ataque brutal y un conocimiento extraordinario de todas las músicas que han sido y son. Se le suele presentar como un intérprete de jazz latino, pero esa es una taxonomía reduccionista: Camilo lo toca todo, y todo lo toca bien. Latino, sin duda: su alma y sus dedos caribeños crean piezas tan arrebatadoras como From Within, con un tumbao que mata; pero también puede pasearse por las armonías de la música clásica y por las páginas de la historia del jazz y del blues sin que se le fundan los plomos ni se le altere el pulso; e incluso se acerca, si le apetece, a los compositores españoles y al flamenco. Y en muchas ocasiones ocurre todo eso en una misma pieza.

Y es que diríase que Michel Camilo construye la canción mientras la toca; sí, parte evidentemente de unos patrones previos, pero sobre ellos crea un gozoso universo global.

Toca Camilo, arde el piano y se enciende el público. ¡Que llamen a los bomberos, oiga! El viernes, su piano (no fue culpa suya) sonó un poco bronco, algo opaco; claro que uno se olvida de esas cosas cuando las teclas empiezan a echar fuego. Anunció que basaría el concierto en su álbum de directo Live In London, y así fue; en parte, claro. De ese disco Tocó cosas como Island Beat, The Frim Fram Sauce y un medley agitador en el que no faltó Caravan; pero fue más allá con piezas como Take Five (Paul Desmond), East Of Sun (Charlie Parker) y Paprika. Si el viajero de The Time Machine, de H. G. Wells, tenía, de alguna forma, el tiempo en sus manos; Michel tiene en las suyas, sin moverse del escenario, el tempo de la música. Y los que viajamos somos los espectadores. ¡Este Camilo es la caña!