Crónica de El Diluvio (edición de la mañana), sábado 18 de agosto de 1917: "A día de hoy, los disturbios ocasionados por la huelga general pueden darse por sofocados, aunque resta algún foco de resistencia en el barrio de Gracia y en la ciudad de Sabadell. Los tranvías vuelven a circular con normalidad y no han faltado pan ni artículos de primera necesidad. Pero si el ejército reprime tan duramente como estos últimos días, no tardarán en producirse nuevos conflictos. Esta etapa de violencia no finalizará hasta que exista, no ya un sistema socialista o anarquista, sino una sociedad que no descargue todos los problemas en las clases más humildes".

Era noche cerrada cuando Siscu salió de su quart de casa desafiando el toque de queda. Se lo había suplicado la casera, la Conchita madre, las palmas de las manos juntas, con la doble alianza de las viudas en el anular: "Por lo que más quieras, por tu sobrino, el pobre Quimet... Márchate, te lo pido por favor, hasta que pase la tormenta. Ya han venido una vez preguntando por ti, y anoche arrestaron al Massip y al Murciano, el que vive en la calle de la Sal. Vete, Siscu, vete".

Se marchó con lo puesto y la pistola colgada por dentro de la pernera del pantalón, atada a la cintura con una cuerda para despistar a la poli, por si lo paraban y le hacían un cacheo superficial. En el calcetín derecho, la carta de Fermina Andrade con las señas de Madame Petit.

Aunque no pegó ojo, el escondrijo en el muelle del carbón y el abrigo de la oscuridad le brindaron tiempo para pensar, horas que se extendieron larguísimas hasta el amanecer. Nada había merecido la pena, nada. Habían logrado prolongar la huelga durante un par de días gracias al invento de un metalúrgico del Poblenou, un hierro en forma de te que se encajaba a martillazos en los raíles, de modo que los tranvías descarrilaban, panza arriba como cucarachas muertas. Dos días más de lucha para nada, para que cazasen hasta la última rata del sindicato.

Tampoco el vapor de Marsella zarpó el 6 de agosto, como se tragaron los alemanes, ni el 13, como aseguró el armador, por el estallido de la huelga. Y encima, el Quimet pringaba por el asesinato de la puta francesa, a la espera del trullo o la casa de corrección. No, ya nada tenía sentido; tan solo el cañón de la Campo Giro de nueve milímetros que le colgaba de la entrepierna.

Alcanzó la calle Arco del Teatro a eso de las seis de la mañana, andando a buen paso, como si nada, como un obrero cualquiera camino del taller. Se tomó una cazalla en el quiosco y, cuando calculó que el último de los clientes habría salido de Madame Petit, entró al burdel por la puerta de servicio, de un golpe de hombro. Subía por las escaleras hacia el segundo piso, dejándose guiar por el instinto y el cacharreo que parecía oírse al final del pasillo, cuando, en efecto, sorprendió a dos criadas trasteando en la cocina.

--Chssssst, como grites te reviento --susurró en la nuca de la más vieja mientras la agarraba por la espalda y la encañonaba con la pistola--. Y tú, espabila --dijo mirando a la otra--. Ve a buscar a la Fermina Andrade y tráela. Dile que soy el tío del Quimet.

La minyona salió de la cocina obediente, sin dejar de mirarle. Siscu respiró y, aunque se sabía acorralado, apretó el lomo de la vieja contra su pecho, como si fuera el último madero de un naufragio. Estaba al final de la cuerda; eran ya tres las noches sin dormir.

En cuanto apareció en la cocina la que debía de ser Fermina, despeinada y todavía en camisón, no pudo reprimirse:

--¡Maldita zorra!

--Por favor, no grites --suplicó Fermina.

--Vosotras me habéis traído la ruina, vosotras y vuestra miserable estampa.

--No levantes la voz, o las despertarás... Te lo juro, yo no tuve la culpa --Fermi arrancó a sollozar--. La policía me hizo tantas preguntas, del derecho y del revés, que al final tuve que decir que sí, que tu sobrino andaba enamoriscado de la Odette y que yo estaba presente el día en que le regaló las medias de seda. Las que le metieron en la boca.

Siscu soltó a la vieja. Pegó la espalda contra la pared, se dejó deslizar hasta el suelo y le pidió a la criada joven que le trajese un trago. De aguardiente o de las sobras de los señoritos, de lo que fuera.

--Os habéis zampado al Quimet como las hienas --musitó apretándose la sien con las yemas de los dedos. Si la Miquela viviera, me escupiría en la cara.

--Te busqué por el barrio como un alma en pena, pregunté en la cofradía, en las tabernas, en los locales del sindicato... --Fermi movía los brazos, como si los gestos cargaran sus palabras de razón--. Te dejé la carta donde tu patrona contándote lo de la sábana. ¿Qué más podía hacer?, ¿de qué me acusas? Estoy dispuesta a decírselo al juez...

--¿Juicio? --Siscu escupió una risotada fingida--. ¿Pero tú sabes en qué país vives? Estamos muertos desde el principio: tú, yo y toda la jodida patulea.

El agotamiento y el alcohol acabaron por ablandarlo. Devoró la tortilla que le prepararon y convino con Fermi que pasaría la noche escondido en el prostíbulo, dos días a lo sumo, y así, como quien enciende un fósforo y lo sostiene sin pretender quemarse, se dejó conducir al cuarto de la plancha, donde se guardaba la ropa de cama limpia. Necesitaba echar una cabezada. Necesitaba frenar las hélices de la cabeza. Se quedó dormido diciéndose que tan solo apretaría el gatillo en el caso de que se encontrara frente a las narices del barón Von Rolland.

No hizo falta. A la mañana siguiente, la policía arrestó al estibador Siscu Farja, apodado El Faraón, quien se entregó sin oponer resistencia.

De haber permanecido en el burdel unas horas más, tal vez habría podido escuchar la llamada que la madame efectuó a eso de las siete de la tarde desde su escritorio:

--Fácil, como la mosca que cae de patitas en la telaraña. Mission accomplie, querido barón.

--(...)

--Ajá, cuando tú puedas, Rolland, cuando tú puedas. Pero que sepas que tengo una francesita nueva... Te encantará. Lo sé.