Los asesinatos de raperos, predominantemente a tiros y en Estados Unidos, tienen su propia entrada en Wikipedia. El domingo pasado la lista en la enciclopedia comunitaria, que se abre con la muerte de Scott La Rock en el Bronx neoyorquino en 1987, acumulaba 35 nombres, muy por debajo de las al menos 63 muertes violentas de artistas del género que ya para el 2015 contabilizaba la publicación especializada XXL. En cualquier caso, el lunes se sumaron a los listados dos nombres más: los de XXXTentacion (Jahseh Dwayne Onfroy) y Jimmy Wopo (Travon Smart).

El primero murió a los 20 años, tiroteado en su BMW tras ser víctima de un robo al salir de un concesionario de motos en Deerfield Beach (Florida), un crimen por el que ya hay un arrestado (un tatuador local de 22 años con antecedentes penales). Wopo, de 21 años, cayó horas después, también a balazos y en un incidente de momento no resuelto en Hill District, el histórico barrio negro de Pittsburgh donde nació, se crió y había sido tiroteado dos veces anteriormente.

Los dos asesinatos no están relacionados. Tampoco parecen vinculados a problemas legales que arrastraban los dos raperos, más graves en el caso de XXXTentacion, que esperaba en «arresto domiciliario modificado» un juicio por cargos que incluyen agresiones a su exnovia embarazada.

Autenticidad y sombras

Los dos asesinatos recolocan el foco sobre otro tema: la porosa frontera entre lo real y lo versificado en un género que nació, precisamente, como la forma de expresión de una comunidad azotada por injusticias externas y crisis internas.

El rap lo parieron artistas que dieron visibilidad y altavoz a la pobreza y la violencia de los guetos negros urbanos, a la decadencia y el abandono, la ineludible presencia de las bandas criminales o la hiperactividad de una policía abiertamente racista. Los beats y los versos se volvieron un acto tan político como artístico. Permearon también el género otros elementos, como el materialismo extremo, la violencia o una masculinidad tóxica que se traduce con frecuencia en misoginia y homofobia. En todo momento, la credibilidad del artista, la autenticidad, ha sumado puntos. Y el largo historial de problemas con la ley de sus artistas y de muertes violentas hace difícil para el género sacudirse algunas de sus sombras.

Atrás han quedado los tiempos de la guerra entre las costa este y oeste y de dos de los asesinatos más señalados del rap: el de Tupac Shakur (muerto en 1996 de seis disparos en Las Vegas) y Notorious B.I.G., abatido también a tiros seis meses después en Los Ángeles. Como el asesinato en 1999 de Big L en Harlem o el de Jam Master Jay, el DJ de Run DMC, en el 2002 en Queens, son crímenes que nunca han resuelto las autoridades.

Lo que no cambia es el ascenso a la fama de artistas con historiales criminales, como Snoop Dogg, Jay-Z, Lil Wayne, Lil Kim, T.I., Remy Ma, Gucci Mane, Fat Joe y Ja Rule. Y late otra particularidad: en ningún otro campo artístico la industria parece tan dispuesta a mirar hacia otro lado cuando sus estrellas chocan con la ley. Y en ningún otro la condición de outlaw se traduce en éxito.

Lo ejemplifica el caso de XXXTentacion. Aunque llevaba desde el 2013 colgando música en SoundCloud y ahí lanzó Look at me! en el 2015, fue tras uno de sus arrestos cuando el tema se volvió fenómeno. Pese a las graves acusaciones en su contra y tras el éxito de sus dos discos, 17 y ?, acababa de firmar un contrato de seis millones de dólares. Y cuando Spotify lo echó de la plataforma por su política para evitar promocionar «conductas de odio», la revuelta fue tal que fue reinstaurado en tres semanas.

Aunque XXXTentacion se había alejado de parte de la temática sociopolítica tradicional del rap para abrir más la puerta a demonios internos como la depresión, le atrapó la realidad de las balas. Los ladrones que le asesinaron se llevaron un bolso de Louis Vuitton.